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Erick Estrada Comparadas con las películas donde aparece la leyenda de Francisco Villa, las de Emiliano Zapata son menos y, desgraciadamente, tenemos que revisar dos o tres para armar al héroe, tan humano y tan leyenda. Zapata es un personaje de quien los apuntes históricos recogen casi todos sus movimientos y en quien la leyenda se ha mantenido a raya, a pesar de cintas como la de Alfonso Arau, Zapata, el sueño del héroe, fi lmada en 2004. De esta película, golpeada salvajemente por la crítica seria, resalta la ausencia de precisión histórica, y el hecho de que el personaje, de ser un caudillo que defendió sus terrenos y a su gente, pasa fácilmente a ser un ceniciento enamorado de la mujer de alguien más (de Victoriano Huerta, nada menos), todo en bien de un romanticismo visual rebuscadamente cercano a las fórmulas de Hollywood. El Zapata de Arau no es la leyenda que construye Elia Kazan, ni el político parco que consigue armar Felipe Cazals a pesar de un guión realmente desastroso. Arau optó por un personaje desorientado, más bien llevado por su destino y contra su voluntad. Para Arau, Zapata era un escogido por los dioses, un plan del destino, un mártir sin sentido. No es un líder porque no quiere serlo. Lo desastroso de esta elección es que al pintarlo así, Arau también despoja de todo poder de decisión –de inteligencia casi– a quienes lo siguieron. Los ejércitos de Zapata, los habitantes del sur, van detrás de él porque hay que hacerlo, porque “lleva la marca de nuestros antepasados”, porque no hay nadie más. El héroe pasa del muchacho que se enfrenta a un Victoriano Huerta que jamás envejece, a un romántico empedernido que más que recuperar las tierras robadas por los hacendados –o siquiera querer imaginarlo– mantiene una extraña fijación por una mujer que canta en haciendas abandonadas. Las tierras pasan a segundo término. Los enfrentamientos con su hermano están aún más ocultos. Las manipulaciones políticas son interpretadas como un obstáculo más para poder conquistar a una mujer que no es su esposa. Detrás del Zapata de Arau hay brujos, hechiceros, chamanes, penachos aztecas e incienso por kilos. La muerte de un personaje así no pudo haber sido sino como la plasmó Arau, envuelta en tules, casi sin sangre, anticlimática y destemplada. Es la muerte de alguien que prefería morir a encabezar un pueblo hacia no sabemos dónde sin saber cómo. A pesar de ello, Arau se atrevió a plantarle los calzones de manta que tanto a Zapata como a los suyos diferenciaban de la gente de la ciudad que usaba pantalones. Esos calzones, esa tierra inexistente en el discurso del Zapata de Arau, están presentes en Emiliano Zapata de Felipe Cazals, fi lmada en 1970. Aparecen con una insistencia que en un primer vistazo podría deberse a un guión algo desmembrado –de Antonio Aguilar, Ricardo Garibay y Mario Hernández– y al que Cazals, en la casi inexperiencia del cineasta en ciernes, consiguió darle un mínimo de coherencia. Su Zapata está trazado a pinceladas, con pocas palabras, saltando de situación en situación pero consciente, eso sí, de la fi nalidad de su lucha: el reparto de las tierras. El comienzo de la cinta de Cazals es claro en ese sentido. En sus libros de historia, Jean Meyer evidencia que la lucha de Zapata era para que “los campesinos dejen de sufrir”. Cazals rescata ese pensamiento en el arranque de su película y lo desarrolla en pocas imágenes. Sus campesinos calzonudos quieren trabajar y que los dejen trabajar. Sin embargo, las cosas se complican. La política se entromete. Los enredos se suceden. Su Zapata es casi un testigo de todo lo que ocurre, pero al contrario de Arau, Cazals le da discurso político, lo hace redactar el Plan de Ayala. El Zapata de Cazals es más el hombre plantado en el presente, despojado de tintes mesiánicos y crudamente real. Sucio, gruñón, parco, polvoso, sudoroso, inteligente pero temeroso. Lo enfrenta a Madero, hace que Huerta lo odie a la distancia y le concede tácticas y proyecciones. Sin embargo, ser tan testigo y dejar de lado su participación, ser tan parco y tan poco explosivo, nos deja un Zapata unidimensional, quizá más comprometido con la Revolución que con sus tierras, radical contra quien reniegue de ella, intolerante contra los empantalonados. La muerte de su Zapata, desértica (quizá para señalar lo infructuoso de la lucha por las tierras que a la fecha siguen sin pertenecer a quien debieran) y solitaria es una pincelada más, sin cuestionar al personaje, sin profundizar. Cazals marca perfectamente la traición (una vez más remando a contracorriente de un guión a estas alturas ya casi petrificado), pero dándole un tono que por momentos parece despegarse del resto de la cinta. Zapata mirando al horizonte verde se convierte de repente en el Zapata baleado por Guajardo. La lucha está marcada, la sangre ha sido derramada, pero de nuevo lo hosco de este caudillo nos deja sin epílogo. Si comparamos esta muerte con la delicia de escenas con que la dibuja Elia Kazan en Viva Zapata!, de1952, entenderemos la diferencia de acercamientos a un mismo hombre de parte de cineastas diferentes. Para Kazan, era probablemente más importante el legado de Zapata que su vida y muerte y a lo largo de su película nos enseña todas las partes de su Emiliano: su amor por los caballos; el enfrentamiento con su hermano, más cercano a un demonio demoledor que a un colaborador, y su relación política con los anarco sindicalistas, autores del famoso “Tierra y libertad” y quienes lo convencieron de radicalizar su propuesta, como a veces lo enseña Cazals en su propia película. ¿Estamos dentro de la cabeza del mismo personaje? ¿Es ese hermano eternamente borracho, violento y maldiciente la parte ruda de Emiliano? ¿Es ese teórico que casi sonríe al decirle que Madero no merece su respeto su faceta más cínica y política? ¿Es la cara de Marlon Brando el ser que cuidaba de sus hermanos, un casi maestro que le dice a Madero que sin armas es imposible tomar lo que se nos ha arrebatado? La manera en que estos rostros se suceden alrededor del traje negro y terroso de Zapata podría decirnos que sí, que Kazan, inspirado en el guión de John Steinbeck, descompone a su personaje y nos hace profundizar en él, todo a tono y a tiempo para que con el lenguaje de un western clásico nos enseñe al Zapata más emocionante que desde mi punto de vista ha fabricado el cine: el que prefería enseñarle a los suyos a cuidarse solos, a defenderse y a tomar lo que les pertenece. Y es, a la vez, el más real, el más heroico y el más mítico. Benditas contradicciones del discurso. “La diferencia entre el bandido y el revolucionario es que el bandido asalta y roba nomás porque puede”, dice Antonio Aguilar dirigido por Cazals. A ello y después de unos casi épicos 113 minutos, el Zapata de Kazan pareciera contestar que entonces hay que enseñarle a la gente a robar lo que necesita, con violencia si es estrictamente necesario, pero sin que nadie les dé la orden de hacerlo. Por ello la muerte que construye Kazan de Zapata es así el nacimiento de la leyenda que cabalga en las montañas. Al comparar las muertes de los Zapatas de estas películas, vemos los tres enfoques que sus directores le dieron al personaje: Arau lo derrumba sobre una fuente y en un top shot nos lo muestra en el suelo pero aún montado en su caballo. Es la imagen de fantasía, prefabricada. Cazals lo derrota y lo tumba al suelo de manera trágica, lo llena de polvo y lo confunde con la tierra, seco, duro. Kazan lo llena de incertidumbre, las tres voces hablan en su cabeza y le dobla las rodillas ante la traición que quizá vio venir; por ello cae de esa manera, sabedor de que quien escapará será su caballo blanco. Es una escena que hay que disfrutar cuantas veces se pueda. http://www.cinegarage.com/index.php |