16 de julio de 2011     Número 46

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Carencias rurales en Oaxaca


FOTO: Van Corey

Héctor Iturribarría

La elevada dispersión demográfica en Oaxaca ha sido una de las principales dificultades para proveer los bienes y servicios básicos que mejoren el bienestar de la población, y para construir la infraestructura que una los mercados regionales y locales e impulse el desarrollo económico. De casi diez mil 500 localidades que existen en el estado, 77 por ciento tienen menos de 250 habitantes y 60 por ciento menos de cien.

Tal dispersión y las condiciones geográficas montañosas del estado representan un gran reto para todo gobierno, ya que encarecen el llevar infraestructura social básica y económica a las comunidades, particularmente las rurales. Por estas circunstancias, 60 por ciento de las cabeceras municipales de Oaxaca no están conectadas a la red carretera pavimentada. Asimismo, 30 por ciento de las viviendas no cuenta con agua entubada, cinco por ciento no tiene servicio de energía eléctrica y a 28 por ciento le falta drenaje (a escala nacional los porcentajes de estas carencias son 8.5, 2.2 y 9.7, respectivamente).

De allí que Oax aca sea uno de los tres estados más pobres. Los grados de alta y muy alta marginación predominan en 463 municipios de los 570 del estado.

Resaltan algunos indicadores: 38 por ciento de la población está en condiciones de pobreza alimentaria; el analfabetismo afecta a 16 por ciento y la tasa de mortalidad infantil es del 19 por ciento. A escala nacional estos tres datos son muy inferiores, de 18, 6.9 y 15 por ciento, en ese orden. La emigración internacional también es reflejo de la ausencia de oportunidades; de cada mil personas, 16 se van a Estados Unidos.

El 80 por ciento del territorio oaxaqueño, de 9.3 millones de hectáreas, es ejidal y comunal, pero sólo 40 por ciento está regularizado, lo cual desincentiva las inversiones y es fuente de confrontación social: 194 municipios (38 por ciento del total) presentan conflictos agrarios.

La complejidad de Oaxaca se acentúa al tener 418 municipios (73 por ciento) que se rigen por usos y costumbres. Además, sólo cuatro por ciento de los presidentes municipales refiere tener una escolaridad de nivel superior.

El escaso desarrollo económico de Oaxaca está asociado a sus reducidos niveles de inversión pública y privada. Según la Secretaría de Economía, Oaxaca es uno de los estados que capta menor Inversión Extranjera Directa; ocupa el lugar 31 entre las entidades del país (en la primera posición está el Distrito Federal y Chiapas en la última).

Las tendencias observadas en el mercado de trabajo expresan un importante deterioro en las condiciones de vida de la población. La Tasa de Condiciones Críticas de Ocupación muestra que 263 mil 482 oaxaqueños laboran menos de 35 horas a la semana por razones ajenas a su voluntad, o laboran más de 35 horas semanales pero reciben menos de un salario mínimo al mes, o laboran más de 48 horas semanales ganando entre uno y dos salarios mínimos. Dadas estas circunstancias, no se ha logrado establecer condiciones para un crecimiento sostenido asociado a niveles de competitividad altos. Los principales indicadores de competitividad, tanto nacionales como internacionales, ubican a Oaxaca en las últimas posiciones.

Estrategias para el desarrollo rural. Los rezagos socioeconómicos contrastan con el potencial natural y económico de las diversas regiones de Oaxaca. Esta es la entidad con mayor diversidad biológica del país y posee una gran variedad de ecosistemas debido a su accidentada orografía.

Hay una vocación predominantemente forestal en 37.3 por ciento del territorio estatal, y la vocación agrícola está en el 17.3 por ciento. Pero una limitante de las zonas rurales es que la mayor parte de las actividades agrícolas se realiza en áreas de temporal; sólo 10.4 por ciento es de áreas de riego.

Dada esta situación, el gobierno de Oaxaca, vía el Subcomité de Desarrollo Microrregional, ha propuesto una Estrategia de Desarrollo Microregional, con el objetivo de elevar los niveles de bienestar de la población, particularmente de aquella con mayores rezagos sociales, por medio del impulso a procesos sustentables de desarrollo microrregional que, entre otras cosas, favorezcan la conciliación agraria.

Con base en indicadores de marginación municipal y de desarrollo humano municipal, se definió una lista de 172 municipios, que concentran 23 por ciento de la población total del estado en 2010, con las siguientes características: el 85 por ciento son de usos y costumbres, el 77 por ciento del total de sus tres mil 621 localidades tienen menos de 250 habitantes y el 75 por ciento de su población es hablante de lengua indígena. Estos municipios participan con el 68 por ciento de todas las localidades del estado que presentan un grado de muy alta marginación.

Una de las estrategias propuestas es el Programa de Desarrollo Regional y Clústers Competitivos para aumentar la competitividad del territorio por medio de la articulación de redes de empresas, instituciones y actores locales. Los clústers estratégicos de Oaxaca propuestos son: ecoturismo, agroalimentario (piña, banana y mango), minería, acuacultura, artesanía, forestal-madera, industria (maquiladora y eólica), mezcal y agroindustrial (azúcar, café, hule). Se busca orientar estratégicamente las inversiones para reducir o eliminar las ineficiencias de las cadenas productivas.

Asimismo, se ha planteado el Sistema Inteligente de Acopio y Distribución de Alimentos como un esfuerzo sin precedentes por modernizar la red logística de abasto de alimentos a fin de reducir las mermas y generar mayores beneficios a todos los que intervienen en la cadena de valor.

El gobierno de Oaxaca trabaja también sobre una lista de proyectos de infraestructura transversales, para impulsar el desarrollo agrícola, turístico, energético y carretero, al elevar la conectividad de los mercados regionales y locales, impulsar la competitividad de los productos y mejorar los niveles de empleo, ingreso y bienestar de las zonas rurales.

Jefe de la Oficina de la Gubernatura de Oaxaca y miembro del GDR Oaxaca

Programas de combate a la pobreza:
lecciones y propuestas


FOTO: Pazkual

Rolando Cordera Campos* y
Leonardo Lomelí Vanegas**

En la segunda mitad de los años 60s, estudios realizados en diferentes países empezaron a diferir de la tesis de que solamente un crecimiento económico sostenido era el camino para combatir la pobreza (lo que planteaban, apenas dos décadas antes, los organismos internacionales, creados por las Naciones Unidas). Observaban que si bien durante los periodos de alto crecimiento se mejoraban las condiciones de vida de amplios sectores de la población, la pobreza se revelaba persistente. A partir de entonces, fue ganando terreno la propuesta de diseñar instrumentos específicos de política social dirigidos a grupos claramente definidos, cambio que no significaba negar que el crecimiento económico fuera una condición necesaria, pero insuficiente, para abatir la pobreza.

En México, estudios dados a conocer a partir de 1965 revelaron que no obstante el impresionante desempeño económico del país a partir de 1940, el ingreso seguía fuertemente concentrado y su redistribución era a costa de las clases más vulnerables y en favor de una emergente clase media. Con base en ello comenzaron a elaborarse los primeros programas de combate a la pobreza, inicialmente dirigidos a la población rural de bajos recursos. En 1968 se creó el Programa Coordinador de Inversiones Públicas para el Medio Rural, que funcionó hasta 1970.

En 1971, con el mismo propósito de promover el desarrollo rural de las áreas marginadas, se instrumentaron nuevos programas sectoriales como el de Caminos de Mano de Obra, el de Unidades de Riego para el Desarrollo Rural y el de Atención a las Zonas Áridas e Indígenas. En 1973 se creó el Programa de Inversiones Públicas para el Desarrollo Rural (Pider), que en 1980 se redefiniría como un Programa Integral para el Desarrollo Rural. Éste, operado entre 1973 y 1982, fue el primero que basó su funcionamiento en la coordinación y la cooperación de las entidades y dependencias federales en los ámbitos nacional y estatal y de las mismas comunidades a fin de que las inversiones resultaran autofinanciables.

El Pider fue el antecedente inmediato de los Comités Promotores del Desarrollo Socioeconómico de los Estados (Coprodes), que luego se convirtieron en los Comités de Planeación para el Desarrollo (Coplades).

De todos los programas mencionados destaca su carácter sectorial y su orientación al medio rural, al desarrollo del campo –con especial atención a las áreas marginadas–; el origen público de sus recursos que, principalmente, provenían del gobierno federal, y el que sus esfuerzos se enfocaban básicamente a la dotación de infraestructura y, en menor medida, a la alimentación. Entre los problemas destacan la falta de recursos y la poca e inadecuada coordinación, así como una operación muy centralizada.

En enero de 1977 se creó la Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (Coplamar), cuyo objetivo fue “articular acciones que permitieran que las zonas rurales marginadas contaran con elementos materiales y de organización suficientes para lograr una participación más equitativa de la riqueza nacional”.

El Sistema Alimentario Mexicano (SAM) nació en marzo de 1980, en medio de la crisis agrícola que inició en la segunda mitad de los 60s, y se basó en estrategias tales como: compartir solidariamente el riesgo con los campesinos para alentarlos a utilizar insumos modernos y elevar la productividad de los recursos en las zonas de temporal; inducir cambios tecnológicos para mejorar el aprovechamiento productivo de la agricultura, la ganadería y la pesca; impulsar la organización campesina y pesquera en entidades autónomas y multiactivas, a partir del ejido y la comunidad; ampliar la frontera agrícola, y promover agroindustrias con alianza entre campesinos e industriales pesqueros, para reorientar la industria alimentaria hacia la producción de básicos con un mayor contenido nutricional.

Si bien el SAM contribuyó a aumentar las cosechas y a incrementar los subsidios a la producción ganadera y pesquera y se mejoró el acceso a la canasta básica, el programa tuvo escaso impacto redistributivo, además de que no concibió de manera articulada el fomento productivo y la protección de los recursos naturales, lo que contribuyó al deterioro ambiental del campo.

En 1988 empezó el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol) con tres vertientes: bienestar social, producción y desarrollo regional. Buscaba conformar una estrategia integral de combate a la pobreza que fuera más allá de la promoción de un piso social básico y de la sola expansión de la infraestructura. Su carácter integral estaría definido por su articulación con proyectos productivos. En 1990 se incorporó de forma más plena a los gobiernos estatales y municipales. Se crearon entonces los Fondos Municipales, los Fondos para la Producción, el de Jornaleros Agrícolas y los primeros programas regionales.

En 1992 inició el Programa de Empresas Solidaridad que engloba las acciones de apoyo a diferentes actividades productivas: mineras, agroindustriales y forestales, entre otras; el programa se institucionalizó con la creación de la Secretaría de Desarrollo Social. A pesar de sus limitaciones, de su dispersión y de la polémica que generó sobre su supuesta o real politización, Pronasol fue un instrumento innovador de política social, al haber recurrido a la movilización y a la generación de capital social como mecanismos para potenciar el gasto público en combate a la pobreza.

En 1997 el Progresa proporcionaría un conjunto de servicios de educación, salud y alimentación fundamentales para el desarrollo de las capacidades de las familias en pobreza extrema; a diferencia del Pronasol, que enfatizó el fortalecimiento de los vínculos de solidaridad comunitaria, Progresa se concentró en la familia, a la cual se le otorgaban directamente los apoyos.

Cuando en 2008 se realizó una evaluación de los programas sociales, se señaló la existencia de duplicidades; altos costos de administración en los aparatos burocráticos; dificultad para planear la política social, y problemas de coordinación intra e interinstitucionales, así como entre estados y municipios. Y hay que añadir un señalamiento fundamental: su falta de articulación con la política económica.

La simplicidad buscada mediante la focalización generó resultados no deseados ni lineales, como lo muestran las evaluaciones realizadas y los reclamos de los pobres.

Las limitaciones de las políticas focalizadas, desvinculadas de estrategias de fomento económico y desarrollo regional, están a la vista. La mejora alcanzada en los niveles de salud y educación se traduce en ausencia de oportunidades de empleo bien remunerado, en frustración social y crecientes presiones migratorias.

Más aún: puede afirmarse que, en condiciones de crecimiento bajo o mediocre, como las pr evalecientes en los 25 años recientes, el capital humano forjado mediante las políticas focalizadas encara una suerte de deterioro precoz, repercutiendo sobre el conjunto de comunidades y familias originalmente beneficiadas. La pérdida de expectativas contamina regiones y grupos sociales enteros.

Los programas de desarrollo rural con pretensiones de integralidad –que no han estado ausentes durante estos 25 años, tengan o no presupuesto– se convierten en programas de fomento agropecuario. Y aun los más cuidadosamente diseñados, como Alianza para el Campo, para cumplir con sus metas de corto plazo, se van orientando hacia productores con mayores recursos, y por lo tanto con más posibilidades de cumplir esas metas.

Estos programas, en general, omiten el alto grado de heterogeneidad que caracteriza al mundo rural, desconocen el carácter multidimensional de la pobreza rural, se centran en la actividad agrícola y no incorporan el carácter multiactivo de las unidades familiares rurales. También tienen dificultades para asumir que son el mercado y sus agentes los que tienen un peso decisivo en la determinación de las tendencias, oportunidades y restricciones que enfrentan los pobres, y, por lo tanto, reducen innecesariamente el ámbito de su competencia a lo que está al alcance directo del sector público y de sus agentes.

Asimismo, fallan en articular las políticas y acciones específicas de desarrollo rural con aquellas de carácter macro, con lo que la viabilidad de las primeras queda seriamente cuestionada; carecen de capacidad para adecuar propuestas estratégicas gestadas centralmente, a potencialidades, restricciones y deseos de las localidades, o a la inversa, pues no incorporan consideraciones de replicabilidad y amplificación de las experiencias exitosas. Y no consideran los vínculos urbano-rurales ni la influencia del centro urbano como factor de transformación positiva de la vida rural.

Es necesario que el combate a la pobreza recupere un aspecto central: la generación de infraestructura de comunicaciones y transportes para reforzar los efectos de los otros programas de la estrategia, e inducir la generación de círculos virtuosos de oportunidades en las regiones más marginadas. Mientras esto no se logre, la ampliación de capacidades básicas seguirá impulsando una migración que reproducirá y probablemente ahondará las disparidades regionales.

En este sentido, la única manera de asegurar el éxito de una estrategia multisectorial, a la que concurran los tres niveles de gobierno, que involucre activamente a la población rural pobre, a los empresarios interesados y a otros actores de la sociedad, es mediante una política de desarrollo rural integral, capaz de articular las políticas económica, social, ambiental y de fomento agropecuario y forestal; de recuperar la planeación para el desarrollo regional y el ordenamiento territorial, y que se haga cargo de la necesidad de profundizar y desarrollar mercados financieros alternativos para los pequeños productores rurales.

*Profesor emérito, Facultad de Economía, UNAM
**Director Facultad de Economía, UNAM

Reconstrucción institucional:
puentes y cohesión

Gustavo Gordillo

En los 25 años recientes se ha incurrido en tres errores en las decisiones sobre el campo mexicano.

• Buscar resolver los problemas estructurales del sector rural –competitividad y reducción de la pobreza y de las desigualdades– desde el propio sector rural, lo cual es una reacción a las políticas previas que consideraban lo rural siempre como accesorio en el desarrollo y en el diseño de políticas públicas. Se ha descuidado la interacción entre lo intrasectorial, lo intersectorial y lo territorial.

• Confundir el espacio público con el gubernamental, lo cual debilita a ambos. Esta confusión ha conducido a la dispersión, la descoordinación y la discontinuidad, con un consecuente dispendio de recursos económicos, que no llegan a sus verdaderos destinatarios porque se extravían en medio de innumerables instancias administrativas.

• Ausencia de continuidad en la construcción de consensos, al no sostener a lo largo del tiempo un esfuerzo sistemático tendiente a fortalecer el apoyo a las reformas iniciadas que incluyera como ingrediente importante la capacidad para rectificar políticas, modificar instrumentos y matizar el ritmo de cambio. Para que sean duraderos, los cambios institucionales requieren un amplio proceso de consensos.

Cambios en el “subsuelo” rural:

• La población rural decrece. La población rural ha tenido una tasa de crecimiento por abajo del promedio nacional: de 1.21 promedio anual de 1970 a 1980, 0.33 por ciento de 1980 a 1990, 0.60 de 1990 a 2000 y menos 0.32 promedio anual de 2000 a 2005. Por tanto, la población rural varió de 19.9 millones de personas en 1970 a 23.3 millones en 1990, y 24.7 millones en 2000, y se redujo a 24.2 millones en 2005. La población rural bajó como proporción de la población total de 41.3 por ciento en 1970 a 25.4 en 2000 y 23.5 por ciento en 2005.

El producto decreciente, empleo agrícola en declive, e ingresos no agrícolas y transferencias cruciales en los hogares rurales. El crecimiento del sector agropecuario en los 80s fue muy lento (1.9 por ciento en promedio), y representó el 5.7 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) total. En los 90s se acentuó el estancamiento del PIB agrícola: entre 1990 y 1995 el sector creció anualmente 1.1 por ciento y de 1995 a 2000 sólo 0.5 por ciento, llegando a ser menos de un veinteavo del producto total (4.7 por ciento). Pero entre 2001 y 2003, mientras el PIB total se estancó, el PIB agrícola creció 3.5 y 3.1 por ciento respectivamente. Si tomamos el periodo 1980-2007 el PIB agrícola creció a una tasa anual de 1.6 por ciento mientras que el PIB total lo hizo al 2.7 por ciento, de suerte que la aportación del sector al PIB total disminuyó del siete al 5.4 por ciento. En la década pasada hubo una dramática transformación de las fuentes de ingreso para el hogar rural promedio. El ingreso no salarial asociado a producción agrícola se desplomó de 28.7 a 9.1 por ciento como proporción del ingreso total de los hogares entre 1992 y 2004, mientras que el ingreso total por unidad de producción agrícola (salarial y no salarial) pasó de casi 38 por ciento a sólo 17 por ciento del ingreso total de los hogares. Los pobres extremos en el sector rural participan más en actividades agrícolas, pero también obtienen una proporción relativamente baja de su ingreso del sector. El quintil más pobre incorpora a más de la mitad de los trabajadores agrícolas y al 60 por ciento de los hogares; el decil más pobre integra a trabajadores agrícolas, aunque sólo el 26.6 por ciento de esos hogares reporta ingreso independiente asociado a producción agrícola. Además, el 30 por ciento más pobre de los hogares obtiene en promedio menos de una tercera parte de su ingreso de actividades agrícolas.

Feminización y envejecimiento. En el censo de 2010 los hogares con jefatura femenina crecieron de 20.6 por ciento en 2000 a 24.6 en 2010. Al comparar los censos ejidales entre 1991 y 2007 la feminización en el campo se expresa con un millón 165 de nuevas titulares de tierra ejidal. Las mujeres tienden a constituir un eje decisivo en el impulso y la coordinación de actividades productivas en el medio rural. Ello se debe en gran parte a la migración internacional. La población rural mexicana es hoy más vieja, en promedio, que en los 70s. La edad promedio de los ejidatarios y comuneros es de 55.5 años y los propietarios privados registran 54.9 años.

Construyendo puentes y enfrentando dilemas. El punto de partida en una visión de largo plazo consiste en articular los diversos circuitos que hoy fragmentan al campo y separan a sus actores:

• Tierra y trabajo, que deben encontrarse en proyectos productivos que capitalicen la tierra y generen ocupación permanente a quienes han tenido que emigrar largas distancias para encontrar si acaso ocupación temporal.

• La materia prima y su transformación, hoy separadas por distancias geográficas, suspicacias que vienen de lejos y regímenes propiedad diferentes. Es indispensable que se reúnan por medio de modelos flexibles.

• Producción y ganancia, separadas por barreras de intermediación y que necesitan articularse para capitalizar sobre todo al pequeño productor.

• La demanda local y regional, que frecuentemente quedan al margen de los proyectos de desarrollo públicos y privados, pero que constituyen un sustento indispensable para romper la parálisis en el crecimiento económico.

• El trabajador rural y el poseedor de la tierra, hoy divorciados por canales que no sólo los separan sino que a veces los enfrentan. • Los recursos naturales y su explotación racional y sustentable, basamento material para cualquier desarrollo futuro en el campo y en la ciudad.

Y finalmente los dilemas que enfrentamos como país para asegurar el acceso permanente a alimentos de alto valor nutritivo para todos los mexicanos en medio de un contexto internacional de enorme desarreglo económico y de alta volatilidad en los precios de alimentos básicos.

Un elemento central en el esbozo de nuevos arreglos institucionales es el énfasis en la participación ciudadana y en programas orientados por la demanda. Un incrementado ejercicio de la democracia local, y la legitimidad para una pluralidad de actores sociales y económicos, han generado expectativas y demandas que prefiguran un espacio público no ligado directamente al funcionamiento del gobierno pero sí decisivo para la gobernabilidad democrática centrada en la construcción de consensos y en la formación de alianzas sociales.

El piso político de estos acuerdos estaría constituido por tres componentes: un enfoque territorial que permita cristalizar coaliciones locales y regionales; una adecuada combinación de incentivos productivos y apoyos directos para el combate a la pobreza que aseguren mayor equidad en los impactos de las reformas sobre la gente; y un proceso de ensanchamiento de la soberanía popular por medio de mecanismos directos, efectivos y reales de participación ciudadana en la implantación de las políticas y programas rurales.

Empero, la piedra angular de ese piso político sería una reforma presupuestaria que en el ámbito del gasto público agropecuario parta de una revisión profunda de todos sus rubros en el horizonte de un ejercicio de presupuesto base cero. Y debería seguirse impulsando el propósito de un presupuesto multianual para el desarrollo rural, para garantizar continuidad y certeza de las políticas públicas hacia el campo.

Es necesario partir de la familia rural como unidad de análisis y punto de convergencia de las políticas públicas. Así, debería avanzarse hacia una política de ingresos rurales, cuya continuidad sea garantizada por la ley, que sea periódicamente revisable y que termine formando parte de derechos sociales exigibles y establecidos constitucionalmente. Tal política podría convertirse en el núcleo central de este programa mínimo.

Un subsidio verde –desvinculado de la producción agrícola, enfocado en fortalecer los ingresos rurales e interesado en fomentar un desarrollo sustentable– pudiera ser la base para diferentes intervenciones, tomando en cuenta las características de los productores y sus estrategias productivas y los desequilibrios regionales. El propósito de esta política de ingresos sería favorecer la pluriactividad rural y también las reconversiones a nivel de parcela y de comunidad, sobre todo si están fuertemente vinculadas a generar valor vía servicios ambientales.

Otros componentes necesarios de este sistema de apoyo serían:

• Un sistema de financiamiento rural que movilice el ahorro, en el contexto de la economía familiar campesina.

• La política de infraestructura debiera enfocarse a aumentar considerablemente la infraestructura productiva pequeña (riego y conservación de acuíferos y suelos) y la infraestructura comercial.

• Avanzar en la expansión de fondos concursables para financiar la transferencia de tecnología y la capacitación de los recursos humanos.

• La feminización del campo y la necesidad de atraer jóvenes para la realización de actividades productivas en el ámbito rural exige trascender la idea de pequeños programas marginales orientados a estos sectores. Se necesita colocar en el centro del diseño de las políticas públicas a mujeres y jóvenes. El acceso de las mujeres a dos activos centrales: tierra (particularmente en el sector ejidal) y crédito significaría una enorme transformación en el sentido de impulsar un nuevo espacio para las mujeres en las actividades productivas rurales. En el caso de los jóvenes sería indispensable retomar el programa impulsado por el Banco Mundial y la Secretaría de la Reforma Agraria en el sexenio anterior que buscaban ligar la generación de negocios y emprendimientos productivos dirigidos por jóvenes y el rejuvenecimiento de los portadores de derechos ejidales.

Ex subsecretario de Agricultura y de Reforma Agraria y ex representante regional de la FAO para América Latina y el Caribe (1997- 2005). Miembro del GDR México.