yer, la Comisión de la Función Pública de la Cámara de Diputados afirmó haber recibido un conjunto de documentos en los que se prueban presuntas irregularidades y actos de corrupción en las tareas de construcción de la llamada Estela de Luz del Bicentenario, la obra monumental que todavía se edifica en Paseo de la Reforma y Lieja, en el centro de esta capital. Originalmente debió ser inaugurada en septiembre de 2010, y su costo pasó inexplicablemente de 393 a más de mil millones de pesos, a pesar de que aún se encuentra en fase de cimentación.
La evidencia documental entregada a esa instancia legislativa por el arquitecto Carlos Pérez Becerril –cuyo despacho fue elegido por el gobierno federal para diseñar el citado monumento, y quien hoy acusa presiones
del titular de la SEP, Alonso Lujambio, y de las empresas encargadas de la obra– no hace sino reafirmar la percepción de un extremo desaseo en la administración de los recursos correspondientes a la conmemoración histórica. Apenas el pasado 20 de junio, la presidenta de la Comisión de Vigilancia de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), Esthela Damián Peralta, informó que permanecen abiertos los expedientes por el probable desvío de fondos en los festejos oficiales por el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución. Y, en febrero pasado, la propia ASF identificó irregularidades en la utilización del sistema de agencias de viajes del Issste, a través de las cuales se entregaron contratos millonarios a empresas privadas.
Semejantes indicios de manejos indebidos en el gasto destinado a los festejos patrios son agravados por un evidente designio de opacidad por parte del gobierno federal. Cabe recordar, como botón de muestra, el intento del gabinete presidencial de reservar por 12 años los datos del fideicomiso correspondiente a los festejos conmemorativos, decisión que tuvo que ser revertida posteriormente por el titular del Ejecutivo federal ante las críticas de la opinión pública. Hasta ahora, y a juzgar por los dichos del arquitecto Pérez Becerril, de los diputados de la Comisión de la Función Pública y de la propia ASF, lo único que puede definirse con certeza sobre los costos de los festejos patrios –cuya cifra exacta es desconocida por todos, salvo por el gobierno– es que ese gasto no constituyó únicamente una inversión cultural
ni fue manejado en forma transparente, como ha sostenido en reiteradas ocasiones el discurso oficial.
Hay, en suma, y a la luz de los elementos de juicio disponibles, sobrados indicios de que los organizadores del festejo del Bicentenario incurrieron en faltas mucho más graves que la insustancialidad, la opacidad y el dispendio que caracterizaron la conmemoración oficial de las gestas independentista y revolucionaria, y de que la manifiesta incomodidad ideológica que generó en el grupo gobernante conservador la tarea de celebrar los hechos revolucionarios de hace 100 y 200 años pudo verse subsanada por la realización de pingües negocios privados al amparo del gasto público y por debajo de la mesa. El esclarecimiento cabal y oportuno de estos puntos por parte del gobierno federal resulta obligado, pues si la citada conmemoración ha sido vista de por sí como vacía y costosísima para el país, ahora corre el riesgo de ser percibida como factor adicional de agravio para la población y de descrédito para las instituciones.