omo es de suponerse, desde el principio de todo proceso electoral el análisis resulta casi adivinatorio, porque no hay suficiente información fundada en hechos reales y en virtudes y posibilidades, también deducidas de verdaderas causas y de efectos objetivamente determinados, o peor, imaginados, desprendidos de circunstancias inexistentes y, por tanto, carentes de validez, pues están apoyados en falsos hechos que nunca sucedieron, y de los cuales puede haber vagos vestigios de recuerdos frecuentemente distorsionados por el tiempo, o por la mala memoria, o simplemente por la desinformación que padecen muchos conciudadanos que piensan, generalmente, que con leer ocasionalmente algún periódico o escuchar a veces un noticiario ya tienen la información necesaria para sacar conclusiones que, como es de esperarse, pocas veces llegan a convertirse en realidades. De aquí se produce la adicción a las encuestas, que no deben tener un efecto sustitutivo de la información personal, fundada en el interés permanente en los acontecimientos, tanto nacionales como internacionales, a los que se tiene acceso valiéndose de los medios más serios, nacionales o extranjeros, cuando esto es posible, por supuesto.
Hay otro factor que influye demasiado en las conclusiones falsas, motivado unas veces por amor propio y otras simplemente porque no hay la disposición para aceptar los hechos y las circunstancias como son, disfrazando el interés real que encubren y presentándolas con frases como la de aquel que dice que le da lo mismo lo que pase en política porque, después de todo, no necesita ningún ingreso adicional a lo que tiene, cuando no es esto cierto verdaderamente, hasta el que retuerce todos los falsos análisis, hasta hacerlos coincidir con su equivocado criterio, lo que llega a revertirse en su contra, y sus buenos deseos
llegan a perjudicarlo a él mismo de manera indirecta.
Luego está el caso muy especial de los militantes y dirigentes de algún partido político, a quienes la pasión les impide ver la realidad, tan hábil para no dejarse detectar. Otro caso muy generalizado en ese ambiente es el de los que todo lo saben y todo lo consiguen, según ellos mismos, por supuesto, y consecuentemente, al final, frustradones, simplemente, con un al cabo que ni quería
, lo que no se le dio; con eso dan un borrón a sus ambiciones del pasado cercano y abren un nuevo periodo de actividades, en el que, como dice el refrán, el que no asegunda no es buen labrador, y que sirvan las otras y vámonos para adelante. Seguramente volverán a incurrir en los mismos errores.
Pero desde luego que los casos más interesantes son los de los dirigentes partidarios que todo lo ven del mismo color que el de su propio partido, y desde luego siempre piensan servilmente en que el dirigente mayor es el que tiene siempre la razón y, en consecencia, todos los demás están equivocados. Peor aún es el caso de los que tienen una vernácula manera de triunfar, la de descalificar al adversario y, consecuentemente, a las finalidades, o a las metas y los procedimientos que emplean, alegando en favor de su argumentación que allá ellos, el tiempo me dará a mi la razón
. Es dificil encontrar quien tenga la visión suficientemente aguda para que aun al plazo más largo del juicio de la historia se mantienen en pie de lucha, sin desmayar ni buscar el refugio del alivio de la transacción, o peor aún de la traición a sus principios, dándole a su actuación algún sesgo salvador que lo lleve a la otra orilla. En estos casos, la línea que separa al gran luchador del pequeño operador que no distingue entre el rojo y el colorado es un línea muy delgada, y hay que poseer virtudes y facultades que no son comunes ni se encuentran frecuentemente, para advertir diferencias y similitudes reales y verdaderas.
Así es como surgen algunos líderes que confunden los caminos y las metas, y luego también las causas con los efectos, e incurren en errores muy graves que tienen consecuencias del mismo orden. Son de aquellos que tampoco sabrían diferenciar una actividad práctica de un juego: una y otro, tienen una finalidad que perseguir, pero en un caso, en la primera, el valor emocional que tiene reside válidamente en esta finalidad, completamente, mientras que en un juego, como debiera ser en los deportes, el valor emocional radica en la actividad misma, lo que la distingue de la práctica. Los deportes que fincan todo el valor de su práctica en la finalidad, que sin duda todos la tienen, y que es el triunfo, se pervierten en la actualidad, porque todo este mecanismo está fundado en el precio del triunfo y consecuentemente en el del fracaso. En la política hay también una finalidad, pero ésta se logra enteramente cuando se respetan los principios y las reglas para llegar al triunfo. Ello genera organizacones partidarias sólidas y perdurables.
Cuando se compite en la lucha política para alcanzar el triunfo pasando por sobre principios y reglas, que en este caso son leyes y reglamentos, al ser violados sistemáticamente, éstos se cobran por sí mismos la ilegitimidad en la acción puramente oportunista, debilitando las estructuras de los partidos.
En conclusión, se puede afirmar que la política y la pasión son inseparables, pero que hay principios y reglas, o leyes, en las que hay que poner el énfasis correspondiente, no solamente para darle legitimidad al proceso electoral, sino también para reforzar la eficacia de la acción partidaria, y para garantizar la sustentabilidad a más largo plazo de los partidos como estructuras de mediación entre el pueblo y el gobierno, en todos sus niveles.