E
l ver entiende lo que la mirada abarca
, es contundente enunciado que propone este artista y teórico del arte. No estoy tan segura de que así sea, sobre todo porque en otro aforismo se dice que la mirada es un límite incompleto e inconsistente, cosa cierta, como también es verídico que la mirada no es independiente de quien la tiene. Sin embargo, puede ser independiente de lo mirado y voy a poner un ejemplo. Abraham Bredius (1855-1946), máximo especialista en arte flamenco y holandés, afirmó con contundencia que determinada versión de Los discípulos de Emaus era una pieza fundamental en la trayectoria de Vermeer de Delft.
Quedó demostrado que el autor de esa pintura fue Jan van Meegeren. Lo recuerdo ahora porque Marín presta honda atención a Vermeer en el que quizá sea el capítulo más atractivo de su libro: Los zapatos de Velázquez, cuya apreciación o mirada queda contrastada con Vermeer.
Es justo añadir que Marín afirma, acertadamente, que ni el ver ni el mirar saben y que por eso preguntan, de diferente manera.
Perugino nos mira y Pontormo nos ve, anota el autor. Si es así, yo creo que se debe a que Pontormo (14491-1556) no era muy cabal en cuanto a sus elaboraciones mentales, aunque sea el pintor manierista por excelencia. Sabemos de él, no sólo a través de lo que pintó, sino también porque escribió un diario en el que vuelca información pormenorizada, principalmente acerca de sus trastornos gástricos. Su discípulo Bronzino aparece mencionado aquí y allá, pero nada dice el maestro sobre su obra.
De Bronzino, Manuel Marín no puede menos que aludir a la Alegoría del padre tiempo, que es el viejo que corre la cortina para que veamos lo que hacen Cupido y su madre en el famoso cuadro de la National Gallery de Londres. Pormenorizadamente nos aclara que son 14 las manos que aparecen en ese cuadro. Tradición apócrifa, o no, el adolescente es hijo de Venus y su postura con las nalgas al aire es, por decirlo de algún modo, sugestiva. Edipo mucho antes de Freud.
Hasta donde sé, Perugino (1450-1523) no dejó nada escrito, a diferencia de su principal discípulo: Rafael Sanzio, quien sí dejó carta escrita denigrando la arquitectura gótica que abominaba y que de allí toma su nombre. Afortunadamente, Rafael, quien murió a los 37 años en 1520, empeñó sus talentos en pintar y diseñar. No conozco otros escritos suyos.
Una de las principales obras de Perugino, mencionada en el índice del libro que comento, fue Cristo le entrega las llaves a San Pedro, pero no existe desde hace siglos. En ese sitio se encuentra el Juicio Final, de Miguel Ángel, aunque en aquel entonces, la década de los 30 del siglo XVI, no se supo a ciencia cierta si eso ocurrió para bien o para mal, debido a que Daniele da Volterra, apodado il Braghetone, fue conminado, por razones de pudor, a cubrir con pintura las partes pudendas de los personajes. Hoy día partes de esos cubrimientos han sido removidos.
Los prerrafaelitas gustaron y alabaron al Perugino, tal vez porque ideó una especie de arquetipo de Madonna cuya faz no se parece nada a una de las modelos predilectas de ellos, Lizy Siddal, consorte de Dante Gabriel Rossetti (1828-1882), en el momento en que ella murió de sobredosis de láudano. Claro que el láudano estaba de moda entonces y también el tipo físico de Lizy. Menos mal, Rossetti le dedicó un retrato póstumo: Beata Beatrix (en recuerdo de Dante), que es muy espiritual. Esa pintura tal vez inspirada en un retrato póstumo de Giuliano de Medici por Botticelli, está fechada en 1864, pero Rossetti le siguió metiendo mano por años, debido quizá a que Rossetti (que necesitaba de modelo) sustituyó rápidamente a Lizy por Jane Morris, mujer de William Morris (1834-1896) a quien tantas cuestiones le debemos en materia de diseño, aditamentos ornamentales, mobiliario e incluso en ciertas reformas sociales.
Al anotar esto, mi intención se encamina a mostrar la manera en que un aforismo o reflexión lleva automáticamente al tipo de asociaciones que cada persona desencadena, de acuerdo con sus propias capacidades (e incapacidades) de entendimiento o de mirada, a sus intereses, a su idiosincrasia y más que nada a sus recuerdos. Una cosa lleva a otra.
La publicación, de la Editorial Petra, de Guadalajara, es limpia y de buen diseño. No contiene imágenes, cosa que fue objetada por uno de los panelistas. Sin embargo, probablemente está bien que así sea, pues a través de lo escrito, el lector puede recrear la mirada, tanto del autor como de los artistas objeto de sus poéticos ensayos y aforismos. Hay mil un aforismos en el libro y ahora se acompañan de la exhibición en el Centro Cultural Indianilla, de mil un dibujos de Manuel Marín, todos a lápiz, todos de idéntico formato. Libro y dibujos integran un todo.