l sábado pasado, en Kabul, el jefe del gobierno impuesto en Afganistán por las fuerzas de ocupación estadunidenses y occidentales, Hamid Karzai, informó que Washington mantiene pláticas de paz con los talibanes, los integristas musulmanes que fueron violentamente desalojados del poder hace casi 10 años, en octubre de 2001, por el propio gobierno de Estados Unidos. Ayer, el secretario de Defensa, Robert Gates, confirmó la noticia y reconoció que hubo un acercamiento de varios países, incluido Estados Unidos
, a los rebeldes afganos con el propósito de emprender un proceso de pacificación previo a la salida de los invasores occidentales de la nación centroasiática.
Todo propósito de poner fin a un conflicto armado por medio de la negociación es, en principio, positivo y edificante, pero en el caso afgano es preciso considerar algunos elementos de contexto para comprender mejor el sentido de estos acercamientos. Por ejemplo, cuando lanzó su cruzada antiterrorista
hace casi una década, tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, el gobierno estadunidense –encabezado entonces por George W. Bush– se planteó como objetivo la completa liquidación de los talibanes y de Al Qaeda, la organización integrista presuntamente responsable de esos atentados, cuya dirigencia, encabezada por el ahora asesinado Osama Bin Laden, había encontrado cobijo en el Afganistán gobernado por los integristas. La cruzada de Washington y de sus aliados derivó en una cruenta agresión militar contra ese país –ya por entonces desangrado y destruido por la invasión soviética y la guerra civil que le siguió– y, dos años más tarde y sin justificación alguna, en la invasión y la destrucción de Irak.
El presidente Obama disentía de su predecesor acerca de la perpetuación de la ocupación militar del territorio iraquí, pero coincidía con él en mantener hasta el final la guerra de la venganza en Afganistán. En innumerables ocasiones, a lo largo de estos 10 años, el discurso oficial de Washington –tanto en la administración de Bush como en la de Obama– ha enfatizado la absoluta improcedencia de negociar con los fundamentalismos de inspiración islámica, aunque no pocas veces durante ese lapso el gobierno estadunidense ha entrado en componendas con grupos así caracterizados, como ha ocurrido en Irak con organizaciones chiítas opuestas al partido Baaz, predominantemente sunita, y sostén principal del depuesto régimen de Saddam Hussein.
Ahora, después de una incursión colonialista que ha llevado a Afganistán a cotas de destrucción humana y material casi inenarrables, de una ocupación militar a la sombra de la cual ha resurgido el cultivo de amapola y el tráfico de drogas en el país, y a una década de distancia del comienzo de una guerra que ha dejado cerca de 100 mil muertos –entre ellos unos 35 mil civiles inermes y más de 2 mil 500 efectivos de las fuerzas agresoras–, que ha desestabilizado al vecino Pakistán y que pese a todo no ha logrado debilitar, mucho menos aniquilar, a los talibanes, el gobierno estadunidense llega a la conclusión de que éstos pueden ser interlocutores en un proceso de paz para poner fin a un conflicto en el que perdieron Afganistán, la sociedad estadunidense, el gobierno de Washington y el mundo, y cuyo único beneficiario ha sido el complejo militar industrial del país invasor.
Todo esfuerzo por entablar una negociación para la paz es preferible a la continuación del conflicto armado, pero conlleva una moraleja ineludible: la mejor decisión estratégica que puede tomarse ante la inminencia de una guerra es evitarla, preferir el camino del diálogo y ahorrarle así al bando propio, al rival y al resto, un universo de muerte, sufrimiento, destrucción, degradación y negocios turbios.