unque sea una verdad de Perogrullo, hay que recordar que los países y regiones del mundo que requieren de inmigrantes y reclutan mano de obra extranjera son los que tienen mayor proporción de inmigrantes con respecto a su población total: en primer lugar los petroleros del Golfo, 38.6 por ciento de extranjeros; luego la desértica Oceanía, 16.8 por ciento; en tercer lugar los países de Norteamérica, 14.2 por ciento (México excluido), y la vieja y envejecida Europa, 9.7 por ciento. El reclutamiento de trabajadores, en cualquiera de sus modalidades, genera dependencia de mano de obra en el mercado de trabajo secundario y perpetúa la emigración.
El caso de la agricultura es paradigmático. Los trabajadores nativos suelen abandonar este tipo de actividad y rara vez vuelven a reintegrarse, por eso se requiere de inmigrantes. De este modo la necesidad de mano de obra se convierte en un problema endémico, en una dependencia. Y dadas las características del mercado de trabajo agrícola, que suele ser mal pagado y requiere de gran esfuerzo físico, las personas que aceptan estas condiciones son inmigrantes jóvenes, con alguna adscripción étnica o racial y con bajo nivel educativo.
De este modo los países desarrollados se convierten en dependientes crónicos de mano de obra barata para la agricultura. Dependencia que no suelen reconocer, por lo que prefieren recluir y estigmatizar a la población migrante y colocarla en los límites de la legalidad para poder así explotarla y desecharla cuando sea pertinente. Una parte del discurso oficial, y también el de algunos académicos, afirma que no es necesaria esta mano de obra y que fácilmente puede ser desplazada por los avances tecnológicos. En efecto, la tecnología, ha logrado reducir significativamente la mano de obra ocupada en la agricultura y en otras áreas, pero no logra reducirla de manera absoluta.
El caso de Estados Unidos es ejemplar. A comienzos del siglo XX trabajaban manualmente en los campos agrícolas 37.5 millones de personas, y a finales del siglo XX, tan sólo 2.5 millones. La diferencia es dramática, pero también hay notables diferencias en cuanto a la composición étnica de la mano de obra. Mientras hace un siglo todas las razas trabajaban en el campo agrícola estadunidense –blancos, negros, asiáticos y latinos–, en la actualidad la inmensa mayoría son mexicanos. Según estadísticas oficiales, 77 por ciento de los trabajadores agrícolas manuales nació en México y otro 9 por ciento es de origen mexicano. Y esto es el resultado de décadas de reclutamiento sistemático y de bajos salarios en la agricultura que desplazan a la mano de obra local e incluso a los inmigrantes, que apenas pueden huyen de este tipo de trabajos, por lo que se requiere de más inmigrantes.
La dependencia de mano de obra de los países desarrollados para la agricultura es un asunto irreversible. Los abanderados del progreso y la tecnología que se oponen frontalmente a los programas de trabajadores temporales y afirman que nada hay más definitivo que un trabajador temporal
en la práctica tienen parte de razón. Pero también hay que reconocer que nada hay más definitivo que el trabajo migrante agrícola. El mundo entero estaría agradecido, incluidos los propios trabajadores, si la tecnología fuera capaz de terminar de una vez por todas con ese tipo de empleos que demandan juventud, fuerza física hasta límites extremos y condiciones pésimas de vida.
Pero paradójicamente fue precisamente la tecnología la que en algunos casos transformó la agricultura estacional en permanente y en otros casos el trabajo permanente en estacional. La tecnología agrícola del invernadero e hidroponía convirtió los cultivos de algunas frutas y hortalizas en una actividad permanente, que demanda mucha mano de obra a lo largo de todo el año. Por el contrario, fueron los avances tecnológicos en el cultivo del tabaco, que demandaban mano de obra afroamericana de manera continua, los que transformaron el trabajo permanente en temporal, con la consiguiente huida del medio agrícola de la población afroamericana y la consecuente importación de mano de obra migrante.
La agricultura en Estados Unidos, Canadá y en muchos países de Europa es dependiente de mano de obra, tanto temporal, como definitiva. Y este es un fenómeno social y económico creciente e irreversible. Algunos países pueden optar por la importación de alimentos de manera absoluta, pero para los poderosos del planeta, la autosuficiencia alimentaria es un asunto de seguridad nacional, de ahí su política desorbitada de subsidios.
La Francia rural, con su tradición cultural, su buen vivir y mejor comer, se mantiene a partir de cuantiosos subsidios y la sobrexplotación del trabajo migrante. En épocas anteriores eran portugueses, españoles e italianos los que levantaban las cosechas. Ahora son magrebíes, subsaharianos y europeos del este. Lo mismo sucede en Italia, donde la mano de obra que trabaja en la agricultura se acerca a 50 por ciento, especialmente en el sur, donde se concentran los braceros africanos, que viven en condiciones miserables.
En España y Portugal, que tradicionalmente disponían de amplios contingentes de trabajadores agrícolas que iban de cosecha en cosecha por varios países de Europa, ahora dependen de mano de obra norafricana, suramericana y de los pobres de Europa de este. Las estadísticas no engañan: en España son los marroquíes, rumanos y ecuatorianos los principales contingentes de migrantes, y son ellos los que trabajan en la agricultura.
Son trabajadores requeridos y necesarios pero no deseados. Y su mayor ventaja es que suelen estar en zonas alejadas y periféricas, por lo tanto son menos visibles. Mientras trabajen no hay tanto problema. Por eso en Arizona el sheriff Joe Arpaio se dedica a perseguir con saña a los migrantes en la ciudad de Phoenix, pero su homólogo de Yuma, el sheriff Ralph Ogden, no hace lo mismo en las zonas agrícolas dependientes de braceros.