18 de junio de 2011     Número 45

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Oaxaca

Cuando los hijos se van al Norte…


FOTO: Alejandra Aquino

Alejandra Aquino

Apartir de la década de 1990 la migración hacia Estados Unidos se volvió masiva en muchos municipios zapotecas de la Sierra Norte de Oaxaca, entre ellos algunos con importantes procesos de lucha por la autonomía.

En estos municipios, la migración masiva de los jóvenes indígenas provocó una ruptura generacional, ya que mientras sus padres proyectaron el porvenir en sus territorios y vieron en la lucha y la organización comunitaria las fórmulas para salir adelante como pueblos indígenas, los migrantes tienen el sentimiento de que en sus pueblos “no hay futuro” y de que la vía política ha fracasado como alternativa para alcanzar una vida mejor. Esta idea tiene que ver con las dificultades que enfrentan los jóvenes al tratar de ganarse la vida como campesinos o artesanos en un campo devastado por 30 años de políticas neoliberales y también con la emergencia de nuevas necesidades subjetivas ligadas a la globalización.

La emigración masiva de estos jóvenes constituye un desafío central para las comunidades que tienen como proyecto colectivo el ejercicio de su derecho a la autonomía, un proyecto basado en la participación de todos los miembros de la comunidad y que tiene sentido en la medida que haya gente dispuesta a asumir su libre determinación.

La salida de Flor. Ella es una joven zapoteca originaria de Yalalag, hija de un destacado militante comunitario. Cuando Flor anunció que emigraría a Estados Unidos, la primera reacción de su padre, Pedro, fue de oposición. Igual que muchos hombres de su generación, él nunca vio en la migración una alternativa de vida. Ha dedicado su vida a la lucha y siempre ha pensado que la exclusión de los pueblos indios sólo podrá resolverse en colectivo y por medio de la lucha.

Flor explica: “La ilusión de mi papá era que nosotros nos metamos más en las cosas del pueblo, de la lucha, por eso él me mandaba a las reuniones que había. Mi papá me involucraba con tal de que yo empiece a sentir un poco de amor hacia el movimiento popular”.

Aunque a Flor le gustó mucho la experiencia que vivió en el movimiento comunitario, dentro de sus planes futuros no estaba “dedicar su vida a la lucha”. Dice: “Yo estaba en el grupo juvenil del movimiento, había danza, era muy bonito en lo que se refiere al ambiente cultural, educativo, político, pero ya en lo monetario es cuando vi que no había salida, entonces es cuando dije: ‘¿Qué se me espera a mí andando en esto? Mejor emigro’”.


FOTO: Alejandra Aquino

La situación económica y personal de Flor no era fácil, ella tenía una hija pequeña que mantener, y en Yalalag era muy difícil para los jóvenes conseguir un empleo que les permitiera autonomía personal. El padre de Flor era escéptico sobre el futuro que le esperaba en Estados Unidos pues él había visto que aunque la mayor parte de los migrantes lograban hacer grandes casas en el pueblo, del otro lado de la frontera se insertaban al mercado laboral por lo más bajo y se enfrentaban a la experiencia de la “ilegalidad”, el racismo y la explotación.

La salida de Ana. Ella es otra joven zapoteca de Yalalag que participó en el movimien to comunitario y luego decidió emigrar. También se vinculó a la lucha por consejo de su padre, otro de los militantes del movimiento. Su participación comenzó cuando fue nombrada secretaria municipal, un cargo que se utilizaba para capacitar e involucrar a los jóvenes. Como ella misma cuenta:

“Lo que tuvo que ver mucho que yo me inmiscuyera ahí, fue mi papá, porque a él era al que le gustaba andar en eso. Él fue el que me decía que le echara ganas, que mirara, que observara, que ahí iba yo a aprender mucho. Ahí estuve dos años y sí me gustó mucho. Por ejemplo, lo que me gustó mucho fue el Taller de Lengua y Cultura Zapoteca, porque además de lo que aprendías sobre tus costumbres, era un pasatiempo para nosotros, porque para uno como joven, no hay nada ahí en Yalalag”.

A pesar de que Ana recuerda ese periodo de su vida como una etapa positiva, llena de aprendizajes, al cabo de dos años decidió partir al Norte; ella tenía el deseo de salir de su pueblo y de experimentar otras cosas. No fue una decisión fácil, ya que tuvo que enfrentar tanto la oposición de su familia, como la del grupo, el cual, había invertido esfuerzos en su formación con la expectativa de que se involucrara a largo plazo en el movimiento.

Ella relata: “Les dije a los compañeros que iba a dejar el trabajo y pues llegaban a hablar con mi papá para que no me dejaran venir, le decían que yo estaba bien en Yalalag. Un día me dice un compañero: ‘¿A dónde vas a ir, qué vas a ir hacer?, tú te mereces algo más que Estados Unidos, además ahora es cuando más te necesitamos en el trabajo’. ‘Pues sí, pero algún día tenía que salirme’, les dije, y pues sí, con mucho dolor pero me salí y me viene a Estados Unidos”.

En contraste con el sentido “negativo” que adquiere la migración para la generación adulta, entre los jóvenes el balance es positivo. La mayoría no se arrepienten de su migración y repiten constantemente que si bien extrañan a su gente y han pasado por momentos difíciles y dolorosos, consideran que la migración ha sido una buena experiencia y que, sobre todo, les permitió elegir su propio camino y hacer su vida. Como explica Flor:

“Hace unos días me estaba diciendo mi papá por teléfono: ‘Yo lo que quería, hija, es que estudiaras, que te interesaras en las cosas del pueblo’. ‘Yo sé, papá, lo que usted quería y le agradezco por las cosas que usted deseaba, pero sucede que no somos dueños de nuestros hijos, somos dueños mientras estamos en la niñez, pero luego ya tienen que tener su propia decisión y mi decisión fue venir acá’ y yo digo: Gracias a Dios tengo a mi esposo, a mis hijos y pues todo lo que he pasado es una experiencia bonita, yo no me arrepiento, no me arrepiento, de verdad”.


Guerrero

Infancia entre la montaña y los jornales

Ana Carmen Luna

Chiepetepec es una comunidad que forma parte de los 19 municipios de la región de La Montaña de Guerrero; pertenece a Tlapa de Comonfort, uno de los seis municipios que encabezan las estadísticas de migración a escala nacional; su población en 2000 era de mil 971 habitantes, según datos oficiales. La comunidad es nahua. Tiene dos primarias; un preescolar con dos salones adjuntos, uno en el centro y otro al final del pueblo, y una telesecundaria.

Con pérdida de fertilidad de la tierra, escasez de agua y falta de empleos, sostenerse sin recursos externos a la comunidad no es posible. Para no migrar definitivamente, desde hace unos 20 años hombres y mujeres acuden a los centros agrícolas del noroeste del país a emplearse como jornaleros durante seis meses, al cabo de los cuales regresan a Chiepe (como lo llaman sus habitantes) a vivir con lo ahorrado el resto del año.

Desde que el trabajo de jornaleros agrícolas tiene presencia en la comunidad, el apoyo de los niños es una estrategia indispensable, pues sólo si toda la familia se involucra en el trabajo, existe la posibilidad de ahorrar. No todos los niños que van con sus padres a los campos agrícolas trabajan. Y no todos los que trabajan obtienen un salario: anteriormente hasta los más pequeños lo recibían, pero ahora sólo los mayores de 14 años lo obtienen, los demás son considerados ayudantes de sus padres, aunque realicen el mismo trabajo que ellos. Perciban o no un salario, todos contribuyen a ahorrar, evitando que se pague una guardería o que se compre comida, etcétera. En los campos se trabaja de ocho a diez horas. Y la jornada de las niñas empieza antes y termina después.

Estando en su comunidad, los niños van por leña, ayudan a sembrar, a hacer los surcos, a regar y si se tiene animales a cuidarlos; las niñas además hacen la comida, la llevan a la milpa, lavan la ropa, cuidan a los hermanos menores, hacen tortillas y muelen el maíz; frecuentemente niños y niñas tienen su propia parcela en casa. Estas tareas las realizan después de asistir a la escuela. Es una forma de socializar al niño en su entorno; al mismo tiempo que contribuyen con su familia y comunidad, adquieren capacidades que les permiten vivir en su medio y mantener un lazo de arraigo.

Para algunas familias de Chiepe, el trabajo como jornaleros es una forma de vida permanente. Para otras, es un esfuerzo que se hace durante algunos años hasta construir una casa con materiales más durables como cemento, tabiques y varillas, que es lo que ahora predomina en la comunidad, y ya no las casas de adobe y tejado o de chinamite. En el nuevo paisaje se hace tangible el trabajo de los niños.

Algo ha cambiado, desde que el programa Oportunidades otorga un apoyo económico a los estudiantes: cada vez menos niños migran y más se integran a la escuela. Pero mientras más veces se haya salido de la comunidad, mayor es el rezago escolar, lo que explica que haya niños cursando por tercera vez el mismo grado o jóvenes de 18 años en la primaria. Incluso la vida escolar en Chiepe parece estar organizada en torno a la migración, pues aunque no esté escrito en ninguna parte, a una de las primarias de la comunidad asisten todos los chicos que han migrado, o lo que es lo mismo, los que van desacordes con su edad y el grado escolar que cursan, mientras que la otra primaria recibe a los chicos que son regulares.

Si se logra terminar la secundaria, asistir a una preparatoria plantea nuevas dificultades, si aun así se logra continuar la trayectoria académica, de antemano se debe saber que se ejercerá fuera de Chiepe.

Los niños que nunca han migrado hablan de los que salen: dicen que las niñas regresan más bonitas en su cara, en su pelo, en su ropa, y, agregan, los que vienen traen cosas buenas y tienen dinero. Entonces, ¿les gustaría ir? –preguntamos–, todos contestan que no, que en el norte se la pasa uno muy mal.

Y los que van, todos dicen que prefieren Chiepe, ya sea porque la comida es más rica, porque el clima o los juegos son mejores, porque en el Norte la casa es muy pequeña, etcétera. En lo que definitivamente están de acuerdo es que en Chiepe no hay dinero. Uno de los primeros aprendizajes para los niños de Chiepetepec es que la comunidad no da para vivir, que sólo fuera de ella es posible hacerse de lo necesario para cada día. Eso lo expresa incluso el entrevistado más pequeño, de cuatro años. No obstante ahí está la tierra, el padrino, los abuelos, los amigos, las fiestas y ahí se habla náhuatl.

Ya sea desde fuera o desde dentro, los niños aportan un trabajo que mantiene viva a su comunidad; y a pesar de todas las dificultades para lograrlo, ningún niño habla de irse de Chiepetepec, ni de cambiar su forma de vida. Para ellos, sembrar, festejar la llegada de la lluvia y agradecer la cosecha es parte de una forma de vida, algo que trasciende la lógica de costo-beneficio. Lo lamentable es que para poder perpetuar esta forma de vida se deba salir de la comunidad por meses arriesgando la salud, el bienestar y condenándose a un futuro muy parecido al presente.

*Información obtenida con trabajo de campo en la comunidad en junio del 2010.


FOTO: Enrique Pérez S. / Anec

Chihuahua

Pedro Torres: propiedad de la tierra y programas públicos, claves para los jóvenes

Pedro Torres, presidente de la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Productores del Campo y coordinador del Frente Democrático Campesino de Chihuahua (FDCh), es padre de tres hijas (de 25, 21 y 18 años de edad) y de un niño de 13. Él es originario del ejido de Agua Fría, municipio de Bachiniva, en Chihuahua y comparte su visión sobre los jóvenes del norte de la República:

Las familias rurales de los estados del norte estamos divididas, la mitad o más vive en Estados Unidos (EU), y la otra mitad en su entidad. Eso implica que muchos jóvenes que migran a EU regresen de paseo a sus pueblos, y traen autos, ropa, dinero, cosas que los jóvenes de aquí no tienen y que representan una gran tentación; los que no se han ido ven la posibilidad de irse como una oportunidad de desarrollo y de vida. Así, el campo en Chihuahua es un campo donde van quedando sólo viejos y mujeres.

Una de las situaciones que genera que los jóvenes emigren, y no sólo a Estados Unidos, sino a cualquier otra parte del país, es que no tienen seguridad social dentro de su propia familia, porque la propiedad de la tierra está a nombre de los papás, y ellos como hijos trabajan en la familia pero no tienen ninguna seguridad. Entonces, cuando el joven está estudiando o ha concluido sus estudios, busca alternativas de tener algo para él. Y lo que buscan primero es tener un vehículo en qué pasearse.

En los años recientes la vida en Estados Unidos no ha sido fácil; se ha complicado mucho (por los controles impuestos a la migración ilegal y por menos oportunidades de trabajo); ahora el que no va documentado ya no se va. Es muy difícil irse de mojado. Sin embargo el intento de migrar de los jóvenes continúa, y también han tenido que tomar otras decisiones (como involucrarse en actividades delictivas).

El problema de la tierra es que cuando la familia es grande, es imposible dejarla como herencia a todos los hijos. Se le puede dejar a uno, pero si son cuatro o cinco hijos, ¿qué pasa? También hay problema con los programas oficiales de apoyo al campo. No están encaminados a proteger a los jóvenes. La normatividad les impide cumplir muchos requisitos inviables para acceder a los apoyos.

La mayor parte de la propiedad está en manos de adultos mayores. Y el adulto mayor la requiere también como una opción para sobrevivir y no hereda al joven hasta que fallece. Entonces el joven tampoco debería estar esperanzado a que el papá fallezca para poder formar un patrimonio. Eso no le da alternativa, y en un programa de apoyo a la mecanización, pasa lo mismo, tienes que tener tierra, tener ciertas condiciones para entrar a un programa y eso provoca la exclusión de los jóvenes.

Y la situación de los jóvenes varones se replica en las mujeres, hay mucha migración femenina, y el problema aquí es más grave porque las mujeres casi nunca tienen la titularidad de las tierras.

En mi caso, mis tres hijas mayores siempre están hablando de quien se quiere quedar y quien se quiere ir a la ciudad. La mayor se fue temporalmente a Estados Unidos hace cuatro años; llegó a vivir con familia que tengo allá (tres hermanos míos), quería buscar su destino allá pero no es fácil. Regresó y estudió estética y está aquí dedicada a eso. La segunda estudia en la universidad sistemas computacionales y la más chica está terminando el bachillerato y quiere estudiar pedagogía. Ninguna está muy empeñada con la actividad del campo.

Es posible que el chico, de 13 años, se quede con la tierra. Yo quiero que se prepare pero también que conserve el patrimonio, el trabajo en el campo, la tierra, la cultura. Y es que el campo es una opción pero no da para todo. Muchas veces hay que diversificar en otras actividades para salir hacia adelante. La preparación es importante, hay que tener una especialidad, eso marca la diferencia frente a ser sólo un campesino tradicional, empírico.

El niño, Pedro, no trabaja ahora en el campo, está muy pequeño, pero sí le gustan los animales, la tierra, le gusta todo.

A lo mejor mis hijos pudieran estar mejor viviendo en Estados Unidos, pero no me parece bueno por la cultura, por la forma en que se desarrollan allá los jóvenes y en lo que se convierten: en peones de las empresas de allá.

Considero que los gobiernos federal, estatales y municipales deben buscar que las políticas públicas se encaminen a que los jóvenes tengan opciones aquí en nuestro país. Ya sean campesinos, de la ciudad, de donde sean, deben buscarse opciones. Las hay. Si en el campo la propiedad de las cosas está a nombre de los adultos, debe darse la oportunidad a los jóvenes a que se integren a actividades productivas. Que se generen políticas para que los jóvenes participen en proyectos productivos y que las normas no los limite, de otra forma sufren falta de oportunidad y desaliento. Y el campo se está vaciando sólo quedan viejos y mujeres. (Lourdes Edith Rudiño)