n el contexto de una comparecencia en el Senado de Estados Unidos, el titular de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de ese país (CBP, por sus siglas en inglés), Alan Bersin, aceptó que grupos del crimen organizado han cooptado a elementos bajo su mando, y reconoció que se han comprobado, hasta ahora, 95 casos de corrupción en las filas de esa dependencia, relacionados con tráfico de drogas, de inmigrantes indocumentados o lavado de dinero.
El dato proporcionado por el funcionario no es sorprendente, pues la capacidad de los grupos del crimen organizado para comprar a funcionarios no tiene por qué ceñirse a las fronteras; como quiera, es el primer dato en firme de que la corrupción campea en dependencias del vecino país, fenómeno que las autoridades de Washington en su conjunto no han podido o querido hasta ahora reconocer, y menos atacar.
Por otra parte, el número de casos de corrupción aportado por Bersin carece de veracidad si se le coteja con el inagotable flujo de drogas ilícitas que ingresa día con día a territorio estadunidense a través de la frontera con México: en efecto, parece difícil creer que las bandas delictivas puedan abastecer el mayor mercado de estupefacientes del planeta con la complicidad de menos de un centenar de oficiales aduanales. Antes al contrario, el auge de la delincuencia organizada y del narcotráfico en particular es, tanto en México como en Estados Unidos, reflejo de una descomposición de gran calado en las esferas institucionales de ambos países que se traduce en corrupción e impunidad y, en la medida en que las autoridades del vecino país no admitan y enfrenten esa problemática en forma amplia y convincente, la opinión pública no tendrá motivos para ver, en las declaraciones comentadas, algo más que una medida de control de daños por parte de la administración Obama.
Por lo que hace a México, a la luz de las consideraciones referidas, resulta doblemente preocupante la persistencia de una visión incompleta, facciosa y superficial en la comprensión de los fenómenos delictivos por parte del gobierno calderonista.
Ayer, en el contexto de la 25 Conferencia Nacional de Procuración de Justicia, el titular de la Secretaría de Gobernación, José Francisco Blake Mora, afirmó que el país cerrará el año con un total de más de mil 700 secuestros, y presentó esa cifra como muestra de que seguimos debiéndole aún a la sociedad mexicana en el cumplimiento de nuestras responsabilidades y compromisos
. Semejante reconocimiento tendría que realizarse no sólo respecto del incremento en el número de plagios, sino principalmente de la decisión gubernamental de uncir al país a la lógica del gobierno de Washington en materia de combate al narcotráfico y el crimen organizado: mientras los distintos niveles de gobierno de Estados Unidos colaboran con el narcotráfico o deciden mirar hacia otro lado ante el accionar de los cárteles –preservando así la paz y la seguridad pública al norte del río Bravo–, en México el combate a esa actividad delictiva se ha traducido en decenas de miles de muertes, en incremento de delitos como los secuestros, las extorsiones y el tráfico de personas; en una descomposición institucional sin precedentes; en la pérdida de control territorial de diversas regiones por parte del Estado y en la desintegración del tejido social en extensas zonas.
Esta circunstancia desoladora contrasta, de manera inevitable, con las propias declaraciones formuladas por Bersin sobre la infiltración del narco en la CBP; con episodios como el operativo Rápido y Furioso, en el que las autoridades del vecino país se erigieron en provedoras de armas para los cárteles mexicanos; con afirmaciones como las del comandante Gomecindo López –integrante de la Unidad de Operaciones Especiales de la policía de El Paso– de que varios narcotraficantes mexicanos tienen su residencia habitual en territorio estadunidense, y con el hecho incuestionable de que la violencia en México ofrece, por atroz que resulte, excelentes oportunidades de negocio a la industria armamentista y a los sistemas financiero, bancario y cambiario del país vecino.
Frente a la doble moral del gobierno estadunidense en su posición ante el combate a las drogas y, sobre todo, ante el exasperante baño de sangre cotidiano que se desarrolla en México, debiera ser ineludible que las propias autoridades federales cuestionaran la pertinencia –e incluso la veracidad– de la estrategia de seguridad pública impuesta por Washington en varias naciones y cuyo contexto obligado, en el caso de la nuestra, es la Iniciativa Mérida.