lberto Lomnitz, al que se conoce más que nada por su desempeño como promotor en México de Seña y verbo, el teatro para sordos en el que ha creado y dirigido obras y entrenado a muchos actores sordos hasta lograr muy buenos resultados, además de dirigir textos de otros autores, ahora presenta su obra más ambiciosa, El funcionario Bueno, que contiene varias aristas para la interpretación y que muestra muchas más de las notadas a primera vista, críticas a la burocracia y sus manejos y sobre todo, añadiría yo sin saber si es propósito explícito del autor, se puede entender como una disección de la manera en que son elegidos funcionarios en todos los niveles del gobierno aunque ignoren todo acerca de la materia del puesto que ocupan. Esto se constata en los miembros del gabinete, aunque creo que mi lectura rebasa las intenciones del propio Lomnitz, que hace años fue subcoordinador de teatro como su protagonista y logró conocer los meandros burocráticos del mundo de la cultura, que ahora expone y a los que limita su crítica que afortunadamente no se topó con la censura.
Por diversas razones me ocupo tarde de esta escenificación –dirigida por el propio autor– y en muchos medios se ha escrito ya acerca de cómo la buena fe de Joel Bueno lo orilla a tratar de ayudar al creador escénico Andrés Zacarías y cómo la vanidad e intemperancia de éste interpreta esa ayuda como un acto de censura, apoyado por el subdirector del INBA Marcelo Curie, quien intenta por todos los medios evadir un escándalo o siquiera un contratiempo, retrato del funcionario pusilánime que muchos hemos conocido. Bueno se dice artista porque es escritor aunque no haya publicado libros en los últimos diez años, con lo que cree cumplir con los requisitos de su puesto aunque ignore todo acerca del teatro, y por momentos se siente acosado por las reclamaciones de los institutos y teatristas de los estados, del sindicato y, sobre todo, de Zacarías. Con el ambiguo final, antes de que sus torpezas sean premiadas con un puesto mejor, cabría preguntarse si es verdad lo del presupuesto o si el hombre de buena fe se ha tornado, gracias al sistema en que se ve inmerso, en uno que ve el poder como arma de venganza, lo que tampoco es desconocido en los medios de la cultura.
El autor dirige su obra con una precaria escenografía –debida a él y a Martha Benítez– consistente en su despacho, un bar y la transformación de los dos módulos que conforman las paredes en el departamento de Leticia Cañadas. Los cambios se hacen a la vista del público por la tramoya, recurso ya muy visto y que no implica, como se ha escrito por ahí, que sea teatro dentro del teatro, que es otra cosa. El tono de la obra es dado desde un principio por la gracia de Pilar Boliver, que es Meche, la secretaria de Bueno, pero también una narradora que, con la precisión del oficio va dando lugar y hora de las diferentes escenas. Se empieza por ser un módulo hecho de tablas disparejas clavadas al desgaire que afirma que cualquier parecido con la realidad es coincidencia y Meche explica que no se tuvo mejor producción porque los elementos no llegaron a tiempo. Desde allí las críticas.
En el despacho de Joel Bueno, encarnado por Silverio Palacios con su reconocido talento, se da el primer enfrentamiento con Andrés Zacarías a quien interpreta con la solvencia de siempre Rodolfo Guerrero. La escena del bar en que Bueno se queja con la encargada de difusión Leticia Cañadas interpretada por Gabriela Péreznegrete, al mismo tiempo que le hace una corte entre tímida y abierta, se da con una mesa y dos sillas enfocadas por un cenital, y la casa de la joven, como ya se ha dicho, al mover las paredes del despacho y dejar un hueco con una mesita y un florero al fondo. El vestuario fue diseñado por Eduardo Hermosillo.
Es de celebrarse la actitud de las autoridades culturales, a las que se puede y debe criticar por otros asuntos, al no intentar la censura de una obra que pone al descubierto muchas de sus deficiencias.