os partidos socialistas de España y Portugal recibieron notorias palizas electorales. Uno, el español (PSOE), en las municipales de hace unas semanas. El portugués (PS), en las generales que pondrán en el poder central, según las negociaciones en marcha, a un nuevo primer ministro: el conservador Passos Coelho. En ambos países la derecha salió triunfante. Y, en ambos casos también, la derrota se derivó de las políticas que ambos partidos adoptaron para enfrentar la crisis global. Los déficit fiscales, forzados por el financiamiento a los programas de rescate, debilitaron al extremo sus capacidades de maniobra. El apego de los gobiernos de esos países a las rectas neoliberales que les impusieron, tanto la comunidad europea –con su banco central a la cabeza– como el Fondo Monetario Internacional, les trastocó su presumido perfil de izquierda. El acoso de los famosos mercados los llevó a tijeretear el bienestar social, ya para entonces mermado, que sostenía el atractivo de esos partidos y gobiernos entre los votantes.
Durante muchos años, 15 cuando menos, la tendencia, tanto en España como en Portugal, siguió las líneas marcadas por la derecha europea y americana. La colonización mental de las élites dirigentes, junto con la del liderazgo partidista, ha sido avasalladora y completa en la comunidad. En el centro de las políticas económicas ha reinado la desgravación impositiva para las fortunas mayores y las grandes empresas. En estos dorados años, los capitanes de los conglomerados, trasnacionales casi todos, amasaron dosis crecientes de poder decisorio. La influencia ganada se tradujo en utilidades masivas achicando, por el contrario, los márgenes para introducir, mejorar o incluso mantener las prestaciones sociales colectivas. El endeudamiento de sus respectivas haciendas públicas ha sido la consecuencia inevitable ante la negativa a aumentar los impuestos a las desiguales fortunas y empresas. El resultado no se hizo esperar y se tradujo, de inmediato, en el castigo a los partidos gobernantes.
La pérdida de identidad partidaria es una de las causales directas de la penuria en que también se encuentran los institutos políticos de México. El menguante aprecio de los electores a todos ellos es una realidad que obliga a la reflexión. Demasiadas consecuencias negativas contraen semejante falta de aprecio y confianza ciudadana porque afecta, de manera directa, la vida democrática de la nación. Cuidar la propia identidad se traduce, en efecto, en uno de los pilares de sostén partidista. Por desgracia, este negativo fenómeno se ha venido dando con frecuencia inusitada. El PAN, por ejemplo, abandonó su carácter civilista, apegado a valores ciudadanos que lo distinguió en su larga marcha opositora. La búsqueda del bien común, de tinte religioso inclusive, se difuminó en cuanto arribaron, primero a los gobiernos locales y después a la Presidencia de la República. Hoy han mimetizado el vetusto autoritarismo priísta. No pierden oportunidad para intervenir y pervertir, desde el gobierno, los procesos electorales. Y lo hacen empleando los recursos y la autoridad oficial sin prurito alguno que los detenga. Han adoptado en su quehacer cotidiano todos los rituales de la vieja escuela que tanto combatieron. La falta de transparencia en sus manejos y decisiones es regla, no coincidencia temporal. Se han dedicado, con ahínco, a los negocios al amparo público. La privatización de todos los puertos del país es un nítido ejemplo. El empecinamiento por contravenir la letra y espíritu constitucional para preservar en manos del Estado las empresas de energía (Pemex, CFE) es una notoria compulsión panista. Actitud sólo comparable con la que padecen y usufructúan los actuales priístas.
El PRI, por su parte, se ha cobijado en la indefinición para sacar ventaja de toda circunstancia o necesidad colectiva. Van por la vida celebrando un pragmatismo tan desfigurado como aquel nacionalismo revolucionario de antiguos orgullos pasados. Se han doblegado a los poderes fácticos buscando en ellos amparo y futuro a costa de recibir órdenes, privilegios y exigencias. Los pactos y solidaridades para con los trabajadores sólo se sostienen por complicidades específicas con escleróticos personajes que pasan por dirigentes. Como sostienen una cosa pueden cambiar cotidianamente a la opuesta sin ningún sonrojo ni malestar. El espíritu de cuerpo se constriñe a las protecciones mutuas ante el peligro del despeñadero que los acosa en todo tiempo y lugar. No han aprendido maroma nueva, todo es reponer suertes y mañas para sostenerse o avanzar en el escalafón. El PRI, es, ahora, un gran desconocido de sí mismo que pretende guiar a una nación por demás angustiada.
El PRD se adueña, quizá, de la peor transfiguración de un organismo y pensamiento políticos. Sus dirigentes, desde hace ya tiempo, perdieron el rumbo. No atinan a visualizar, por falta de capacidad, la ruta que un pueblo depauperado y sediento de justicia solicita a gritos y en todas partes. Piensan que una alianza con la derecha más retrograda es justificable en aras de llegar al poder. Todavía insisten en que, en Puebla o Sinaloa, ayudaron a extirpar el cáncer caciquil priísta. La izquierda deberá retomar su perfil de fuerza política reivindicativa de valores antes de solicitar la venia y el soporte popular. Apegarse a una definición inventada de modernidad negociadora, como distintivo que arrope el entreguismo y las componendas continuas, no es sino un disfraz pedestre: craso error. Las corrientes, que debían ser de pensamiento, son trampolines de chamberos que amparan ambiciones menores.
Las lecciones de la actualidad, empero, son drásticas pero claras. Las identidades partidarias son requisito indispensable, no sólo para ganar elecciones con legitimidad, sino para formar un gobierno que responda, con grandeza y generosidad, a las necesidades de progreso y bienestar de los ciudadanos.