as concentraciones pacíficas del llamado Movimiento del 15 de Mayo (15-M) que se desarrollan en diversas ciudades de España, con epicentro en la Puerta del Sol de Madrid, llegaron a su séptimo día, y continuaron acaparando la atención mundial, aun por encima de los comicios regionales que se celebran hoy en ese país europeo. La madrugada de este sábado, en la plaza madrileña se registró la concentración más numerosa hasta ahora, pese a la prohibición de la Junta Electoral española, que el pasado viernes declaró ilegales esas manifestaciones, y no obstante los temores de un desalojo policiaco que finalmente no se presentó.
Ciertamente, y en tanto no haya resultados oficiales, sigue siendo una incógnita el impacto que este movimiento pueda tener en la jornada comicial de hoy, en la que se augura una derrota del gobernante Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Mucho más claro e importante resulta el saldo que el 15-M ha arrojado en la vida pública de la nación ibérica: a una semana de su irrupción, este movimiento novedoso, heterogéneo y espontáneo, integrado en su mayoría por jóvenes, y de carácter apartidista, ha logrado poner en el centro de la discusión y de la reflexión colectiva un tema que parecía vetado por las dos fuerzas políticas que se disputan los sufragios y el centro político en ese país: la vigencia de un régimen democrático en sus formas, pero marcado por la crisis de representatividad, la opacidad en el sistema de financiamento de los partidos y la corrupción, y asolado, además, por el desempleo –que afecta a 45 por ciento de los jóvenes españoles–, la persistente crisis económica, la erosión de los mecanismos estatales de bienestar y el descontento popular causada por el estatuto de privilegio de que gozan los banqueros y especuladores que con sus malas prácticas propiciaron los recientes descalabros económicos y financieros.
El telón de fondo ineludible de esta indignación
es una institucionalidad política formalmente vigente, pero que aparece cada vez más distanciada de los ciudadanos, más ajena a sus problemas y más próxima a la condición escenográfica: esto último puede constatarse con la reacción del PSOE y del opositor Partido Popular (PP), que en estos días pasaron de la indiferencia respecto de las expresiones y demandas de los indignados
a los intentos oportunistas y poco exitosos por montarse en ellas.
Al día de hoy, socialistas y populares integran, para todos los efectos prácticos, un régimen bipartidista en el que, más allá de la fractura en temas sociales y culturales, persiste una uniformidad en el manejo de la crisis económica por la que ha atravesado España en años recientes –sacrificio de las mayorías, rescate de capitales–; en la cerrazón y la intolerancia frente a expresiones pacíficas del independentismo vasco, y en el apoyo que ambos dan a la monarquía.
En buena medida, las movilizaciones son un reflejo de esa pérdida de pluralidad política del régimen español, y ponen en entredicho la división tradicional entre el PP y el PSOE como los representantes, respectivamente, de la España autoritaria, primitiva y clerical, por un lado, y de la moderna, tolerante y progresista, por el otro: a lo que puede verse, el centro gravitacional de este segundo bloque se desplazó, en la última semana, a las calles y las plazas públicas de esa nación europea.
En suma, independientemente del cauce que asuma a partir de hoy, el 15-M es un recordatorio de la necesidad de que España avance a una nueva democracia, que trascienda el ámbito de lo formal, que sea más incluyente, plural y representativa, y en la que la voluntad ciudadana deje de ser vista como un cheque en blanco para los políticos y los poderes fácticos.