l Estado Vaticano anunció ayer que su Congregación para la Doctrina de la Fe ha instruido a los obispos católicos de todo el mundo para que elaboren los lineamientos para la aplicación de una nueva estrategia ante los abusos sexuales cometidos por numerosos integrantes del clero. Básicamente, de ahora en adelante el papado propone desarrollar programas de prevención
de la pederastia, vetar a los acusados de tal delito para el ejercicio del sacerdocio, escuchar a las víctimas
, así como colaborar con las autoridades civiles para que los agresores sean sometidos a los procedimientos judiciales correspondientes.
Sin duda, las directrices referidas constituyen un paso positivo para sancionar los innumerables casos de agresión sexual de menores perpetrados por sacerdotes católicos, reducir este fenómeno delictivo, prevenir nuevos casos y restañar, así sea parcialmente, la imagen de la Iglesia Católica, gravemente dañada por su tradicional encubrimiento de los pederastas, encubrimiento que ha sido recurrente y que parece una regla institucional no escrita. Asimismo, la directiva, en caso de aplicarse, permitirá a Roma, a sus arquidiócesis, diócesis y órdenes, ahorrar sumas formidables de dinero que actualmente se destinan a indemnizaciones para las víctimas ordenadas por instancias jurídicas, o bien para sufragar acuerdos extrajudiciales bajo la mesa, es decir, para comprar su silencio.
Está por verse, en todo caso, si la burocracia vaticana y el cuerpo del clero católico en el mundo respaldan y aplican la instrucción o si permanecen fieles a sus hasta ahora inveteradas prácticas de encubrimiento y simulación como las que en México han hecho posible la impunidad de decenas o centenas de sacerdotes agresores de menores.
El caso emblemático es, sin duda, el de Marcial Maciel, quien fundó la Legión de Cristo y llegó a acumular, como su dirigente máximo, un formidable poder político y económico. En forma paralela, el cura michoacano desarrolló una sórdida carrera delictiva.
Desde un principio (cuando menos, desde mediados del siglo pasado), los más altos niveles vaticanos conocieron múltiples denuncias por las agresiones sexuales que el jefe legionario perpetró contra decenas de menores. Por temor al escándalo, por consideración a los enormes caudales que manejaba la Legión de Cristo, por mera insensibilidad o por una combinación de todos esos factores, Roma optó por cubrir la atrocidad bajo un manto de silencio y, por décadas, hostigó en forma sistemática a quienes se atrevieron a testimoniar sobre los abusos sufridos, así como a quienes dieron difusión a los delitos de Maciel. Los documentos indican que por lo menos tres pontífices supieron de tales delitos y resolvieron taparlos –Juan XXIII, Paulo VI y Juan Pablo II, este último recientemente beatificado–, además de una larga lista de funcionarios vaticanos de primer nivel. Es claro, asimismo, que Joseph Ratzinger, el actual Benedicto XVI, tuvo conocimiento, cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de los crímenes referidos.
Con esos hechos en mente, es inevitable señalar que en el Vaticano el encubrimiento de los curas pedófilos –de los cuales el fallecido dirigente de la Legión de Cristo es sólo el ejemplo más conocido– ha sido estructural, y que, si se pretende restaurar la credibilidad de la Iglesia católica, los jerarcas de San Pedro tendrían que predicar con el ejemplo hacia el resto del clero y empezar por una autocrítica amplia, por una sincera petición de perdón a las víctimas de los pederastas, por la tramitación de denuncias penales contra sacerdotes agresores que aún gozan de protección institucional y por el señalamiento público de quienes incurrieron en actos de encubrimiento de los criminales, aunque se trate de beatos en proceso de canonización. De otra manera, la directiva dada a conocer ayer puede resultar una medida hueca y meramente publicitaria que termine revirtiéndose contra el papado. El tiempo dirá si es un paso en la dirección correcta o un nuevo gesto de hipocresía.