a semana próxima participaré, en Shanghai, en un seminario destinado a discutir al Grupo de los Veinte (G20), auspiciado por la Fundación Friedrich Ebert (FES), de la social-democracia alemana, y por los Institutos de Estudios Internacionales de Shanghai (SIIS). Se examinará la perspectiva, a medio año de distancia, de su siguiente reunión cimera, en Cannes. Con enfoque más amplio, más allá del fin de este año, se prevé discutir, primero, el futuro mismo del G-20, foro por excelencia para la cooperación económica internacional
–estatus que sus propios miembros le atribuyeron, en medio de los estertores de la Gran Recesión, en la cumbre de Pittsburgh de septiembre de 2009, donde decidieron dar por concluida una era de irresponsabilidad
– y, en seguida, la desalentadora perspectiva de conjunto de la economía y las finanzas globales. Respecto de esta última, es instructivo transcribir la visión, magistralmente resumida, de Paul Krugman: El discurso económico en Washington está saturado por el miedo: miedo a una crisis de deuda, a una inflación desbocada, a una desastrosa caída del dólar. Las historias de espanto inundan las mentes de los políticos. Empero, ninguno de estos cuentos de terror refleja algo que esté ocurriendo o que sea probable que ocurra. Aunque las amenazas son imaginarias, el miedo que inspiran tiene consecuencias tangibles: la ausencia de toda acción destinada a hacer frente a la verdadera crisis, al sufrimiento que ahora experimentan millones de desempleados estadunidenses y sus familias
(Fears and failure
, The New York Times, 5/mayo/2011). Este planteamiento es aplicable, mutatis mutandis, a buen número de los principales actores de la economía global, cuyos estratos de formulación de políticas se encuentran cada vez más atrapados en esa confusión, sin duda deliberada. Quizá no más de media docena de economías emergentes del G-20 han dado muestras de oponerse, con sus acciones de política, a la nueva versión del evangelio económico denunciada por Krugman. Puede ocurrir, sin embargo, que la atención del seminario de Shanghai y, probablemente, la de la cumbre de Cannes, se concentre en otra cuestión, de enorme importancia, pero de naturaleza más bien adjetiva: el espinoso asunto aún no resuelto por el G-20, tras cinco reuniones cimeras en menos de tres años, el asunto de su propia representatividad y legitimidad (R&L).
El reconocimiento, por parte del Grupo de los Siete (G-7), de que, con la crisis y sus devastadoras consecuencias, había perdido, aun haciéndose acompañar del llamado G-5, toda autoridad moral, para no hablar de efectividad práctica, para gestionar la economía y las finanzas mundiales, como había presumido hacerlo por tres decenios y medio, a partir de Rambouillet en 1975, fue, como es natural, muy bien recibido. De entrada, el G-20 –cuya página web oficial señala que reúne 90 por ciento del producto bruto global, 80 por ciento del comercio internacional y dos terceras partes de la población mundial– significaba un evidente avance en términos de representatividad y legitimidad. Aun así, permanecía afectado por el mismo pecado original que el G-7: un grupo autodesignado, que se arrogaba facultades que no provenían de la única instancia internacional con capacidad legal para delegárselas: la Asamblea General de las Naciones Unidas.
El debate sobre la R&L del G-20 ha estado en los subterráneos de sus reuniones y deliberaciones recientes. Como en su momento lo hizo el G-7, ha tratado de eludir el asunto de fondo mediante un procedimiento ad hoc que, si bien reconoce la existencia de una cuestión de R&L, trata de sortearla con una mezcla de provisionalidad e informalidad, que pone aún más de relieve lo arbitrario de todo el asunto. Como si las reuniones del G-20 sólo fuesen un banquete, se encomienda al anfitrión invitar a otros huéspedes. Hubo instancias, en las épocas del G-7, en que esto era literal: los otros convidados sólo iban a los postres.
En algunas reuniones recientes del G-20 los invitados han estado presentes y, en ocasiones, han impuesto su presencia en la mesa, como lo hizo España, asumiendo un riesgo político considerable.
La cuestión ya no pudo esconderse debajo de la alfombra en la cumbre del año pasado. Los dos últimos párrafos de la Declaración de Seúl aluden a la cuestión. El primero (73) reconoce que las deliberaciones del G-20 afectan a países no miembros y, debido a ello, anuncia una serie de consultas sistemáticas
y de construcción de asociaciones
con organismos internacionales, en particular las Naciones Unidas, entidades regionales, sociedad civil, sindicatos y la academia
. Alguien hizo notar que una relación tan genérica e indefinida era la mejor manera de asegurar que no se realizarán consultas o que éstas serían meramente formales. El párrafo 74 es más específico y limitativo: llegamos a un amplio consenso sobre una serie de principios para extender invitaciones a las cumbres a países no miembros, entre ellos el que limita a no más de cinco el número de convidados, de los cuales al menos dos deben ser países africanos
. Otros comentaristas han dicho que, a la luz de este párrafo, en lo sucesivo debería hablarse del G-20 plus 5.
Los profesores Robert Wade, de la Escuela de Economía de Londres, y Jacob Vestergaard, del Instituto Danés de Estudios Internacionales, han hecho notar que la fórmula G-20 plus 5 en realidad empeora los problemas de R&L y aumenta el grado de arbitrariedad de los procedimientos. De los 25 miembros e invitados, 19 se representarán sólo a ellos mismos; uno representará a la Unión Europa –cuatro de cuyos miembros están ya representados por ellos mismos– y se supone que dos de los cinco invitados acudirán en representación de los 54 países africanos y tres más representarán a los restantes 129 países de la comunidad internacional. En suma, un balance de representatividad todavía peor que el tan objetado de los órganos de dirección de las instituciones de Bretton Woods: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
Sería deseable que antes de la cumbre de Cannes se encontrase una solución más adecuada para reducir de manera significativa el notable déficit de R&L que lastra al G-20. Mientras ello no ocurra sus deliberaciones podrán ser todo lo relevantes que sus miembros decidan –y en este terreno también hay mucho que mejorar– pero seguirán siendo vistas al menos con suspicacia por esa mayoría de naciones que se ve afectada por sus conclusiones, sin haber tenido oportunidad de influir en las mismas, ni directa ni indirectamente.