Por qué esas balas nos tocaron a nosotros
, dicen familiares de víctimas de la guerra
Domingo 8 de mayo de 2011, p. 7
Fueron tres días sobre el pavimento reverberante de la carretera, bajo el sol o las estrellas; polvo en los zapatos y los rostros requemados, desde Cuernavaca hasta Ciudad Universitaria. Tramos a pie, tramos en vehículos que los asisten. Muchos de ellos viéndose las caras por primera vez, marchando juntos, conversando nomás. Contándose sus cosas, llorando acompañados.
De Salvárcar, Ciudad Juárez, a San Juan Copala, Oaxaca; de mormones o triquis; de Hermosillo a Cancún, compartiendo el duelo de padres enterrando a sus hijos, bebés o universitarios; de Torreón a Tecámac, la desesperada búsqueda del vástago desaparecido. Familias devastadas de Reynosa, Apatzingán, Acapulco o Monterrey, todas con la misma pregunta: ¿por qué esas balas nos tocaron a nosotros?
Ayer por la tarde, bajo unas pocas nubes protectoras, la UNAM abrió sus brazos, grandes como son, para recibir a la caminata que supo sumar sin grandes aspavientos las múltiples consignas de la emergencia nacional: contra la violencia, contra el crimen organizado, contra la militarización y la brutalidad policiaca, contra la impunidad y la corrupción del sistema judicial, y por la paz con justicia y dignidad, no más sangre, ya basta, si no pueden renuncien.
Poetas y campesinos, empresarios y obreros, gente sencilla, con banderas o sin ellas. Y periodistas, claro, que también han pagado su cuota de sangre. Pocas siglas, ningún partido. Más bien un sentido de comunidad. Tampoco una multitud. Mil, dos mil tal vez. Víctimas, sobre todo. Desde la comunidad chihuahuense Le Barón, municipio de Galeana, que siempre (antes de que la violencia tocara a su puerta) procuró ser apolítica, esforzada, volcada hacia el trabajo y su identidad, ayer Julián Le Barón redondea en una frase el sentido de este movimiento, hoy, en este momento: Este es un gran país. Y aquí, en esta caminata, es donde se ve
.
Descansen las botas
Grandote, colorado, todavía carga la bandera mexicana que abría la marcha, aunque ésta ya arribó a buen puerto, en la explanada de Ciudad Universitaria. Sus hermanos y sobrinos ya hicieron cola para recibir una vez más los alimentos solidarios que se les han brindado a lo largo de toda la jornada. Ahora descansan –¡al fin!– a la sombra de la Torre de Humanidades. Ya se quitaron las botas vaqueras y dentro de los calcetines remueven felices los dedos de los pies. Julián sigue en el activismo. El tío Le Barón pone el contexto: Venimos de Galeana, donde está el mero trafique. Nunca nos sentimos más en paz que cuando venimos al DF
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Julián, agricultor al fin, sigue traduciendo sus reflexiones a lo largo de la extensa caminata. Esta marcha debe servir para cultivar conciencias. Yo creo que justicia debe ser una palabra más ecológica.
–¿Cómo?
–Algo más amplio, algo que nos involucre a todos, que nos despierte el sentido de la responsabilidad. Esta guerra del gobierno ha sido un desastre y es tiempo de decirlo. Callarnos es hacernos cómplices. Alzar la voz para decir que el Ejército es violento y nos ha hecho violentos a todos; que la pobreza que impera en el norte de México produce carne de cañón para el mercado negro.
–La muerte de su hermano y su cuñado lo han llevado a un activismo social que nunca imaginó…
–Y eso sólo fue el principio. Después conocí a Marisela Escobedo. Un día ella me preguntó: ¿Cómo le hago para que nos escuchen?
Yo le dije: pues poniéndonos al frente, para que no puedan evitar escucharnos. Entonces ella se fue a plantar frente al palacio del gobernador, en Chihuahua. Y ahí mismo la mataron.
Duelo inconcluso
Marcha de familias con un duelo inconcluso. Como los padres de Silvia Stephanie Sánchez Viescas, secuestrada en Torreón en 2004, presumiblemente por una célula zeta. O los de Lizeth Soto, que en octubre del año pasado fue robada a los nueve años en La Paz, Baja California. O la bebita María José Monroy, secuestrada en Tecámac, estado de México, también en 2010. Sus padres, una pareja joven con un increíble rictus de dolor, llegan agotados, buscando una sombra y un poco de descanso, pero plenos de abrazos que les han prodigado en la ruta del sur.
Viene también Teresa Carmona. Porta una vara de bambú coronada por la fotografía de un hermoso muchacho de 21 años, Joaquín García Jurado. Estaba por entrar al quinto semestre de arquitectura, aquí mismo, en la UNAM. Promedio: 9.5, futbolista, nadador. Lo mataron. La madre –Teresa– no sabe quién ni cómo. “Me asomé a la fiscalía correspondiente, queriendo aclarar las cosas. Me encontré con una cloaca, no había nadie en quién confiar. El costo para darle un seguimiento penal era una fortuna… no pude”.
Teresa, artista del vitromosaico, vive en Cancún, cría a dos hijos más, hace meditación budista. No podía no venir a esta marcha. A mí me gusta la poesía, y cuando leí que un padre no podía escribir más poesía porque le mataron al hijo, dije, tengo que ir. Quería que Javier Sicilia viera el rostro de Joaquín
.
–Vino y marchó. ¿Con qué se queda, Teresa?
–Con un sentimiento de hermandad que nunca imaginé. Con Las Abejas de Chiapas, con las señoras de Hermosillo y Salvárcar. Sintiéndome afortunada de haber podido enterrar a mi hijo con un beso en los labios y no estar clamando, como tantas otras madres, que no saben dónde quedaron sus hijas, sus hijos… Dichosa de no albergar odio en mi corazón.
Mientras habla Teresa, en el templete suena la Orquesta de la Escuela Nacional de Música de la UNAM bajo la batuta de Sergio Cárdenas. Es el tercer movimiento del Réquiem de Mozart. Se llama Lacrimosa. La orquesta llora un momento sublime. El coro canta: “Judicandos homo reus” (Que el hombre resurja del polvo
).
Luego, al final de la jornada, vendrán las jaranas y su irreverencia. Luego el hip-hop de Ernesto y Carlos Chávez, de Revolución Anónima. Después, un sueño reparador. Para amanecer domingo, a culminar la marcha.