Opinión
Ver día anteriorJueves 28 de abril de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Reforma política: lógica presidencialista
E

n el contexto de la apretada agenda legislativa en el cierre del periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión, se aprobó ayer, en lo general, en el Senado de la República, el dictamen de la reforma política originalmente propuesta, en diciembre de 2009, por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón. La minuta será turnada ahora a la Cámara de Diputados y, en caso de ser aprobada en esa instancia, deberá ser avalada por al menos 17 legislaturas estatales, dado que se trata de una reforma constitucional.

Además de la aprobación de la relección legislativa hasta por 12 años –nueve, en el caso de diputados–, en el dictamen llama la atención la incorporación de elementos que subvierten la lógica de límites y contrapesos entre los distintos poderes de la Unión que debiera prevalecer en un régimen democrático: la reforma facultaría al Ejecutivo federal para vetar, de manera parcial o total, el Presupuesto de Egresos de la Federación –cuya aprobación depende, hasta ahora, de la Cámara de Diputados–, y permitiría a la Presidencia de la República presentar iniciativas preferentes: estas propuestas deberán ser votadas por el Congreso en un periodo no mayor a 30 días; de lo contrario, se considerarán dictaminadas tal como las presente el gobierno federal.

Respecto del primer punto, la reforma política acabaría por quitarle a la Cámara de Diputados un elemento fundamental de control y contrapeso del Ejecutivo: con ello no sólo se vulneraría en favor de este último el equilibrio de poderes, sino que eliminaría un mecanismo que, en años recientes ha permitido introducir racionalidad y equilibrio a proyectos presupuestarios que privilegian rubros como seguridad pública y al Ejército, en detrimento del desarrollo social y económico. Cabe suponer que este punto será rechazado en San Lázaro y que los diputados se opondrán a un intento por escamotear a esa instancia legislativa una facultad irrenunciable.

En lo que toca a la incorporación de la figura de iniciativa preferente, tal elemento asigna a la Presidencia una capacidad de presión indebida sobre los procesos legislativos; implica la imposición de la agenda del Ejecutivo por encima de la del propio Congreso, y podría emplearse como un instrumento para que éste avale, sin discusión suficiente, propuestas presidenciales que resulten contrarias al interés nacional. Cabe preguntarse qué hubiese ocurrido si el citado criterio hubiese estado vigente en abril de 2008, cuando Calderón presentó al Senado una propuesta abiertamente privatizadora de la industria petrolera y demandó su inmediata aprobación. En forma paradójica, el supuesto afán de dotar al sistema político mexicano de elementos de gobernabilidad mediante esta reforma política podría redundar en lo contrario: la configuración de factores de división, tensión y en última instancia ingobernabilidad, como la que en su momento constituyó la referida propuesta del Ejecutivo.

Por otro lado, si es verdad que la reforma avalada por los senadores busca dar más poder al ciudadano para castigar o premiar a sus autoridades y representantes, resulta inexplicable que se hayan dejado fuera de ella figuras legales como la revocación y el refrendo del mandato. Tales omisiones no sólo contravienen la lógica que los propios legisladores utilizaron para avalar la relección de diputados y senadores, sino que desatienden un añejo reclamo por incluir esas figuras en el marco constitucional, como una forma de someter a los gobernantes al examen ciudadano y evitar, de esa manera, extralimitaciones en el ejercicio del poder.

Ciertamente, algunos de los puntos avalados ayer por el Senado –como las iniciativas y candidaturas ciudadanas a puestos de elección popular– podrían resultar pertinentes y hasta plausibles; pero la premura y extemporaneidad con que se presentan, la descomposición que acusa el conjunto de la institucionalidad política del país y la creciente brecha entre la realidad y el discurso oficial, obligan a preguntarse si esta reforma permitirá, en caso de ser aprobada en San Lázaro y los congresos estatales, un mayor control de las autoridades por parte de los ciudadanos, o si es resultado de otros cálculos e intereses, y terminará beneficiando, al fin de cuentas, una lógica presidencialista a todas luces caduca y ominosa.