acía horas nos cubría una niebla no cerrada, pero casi.
Distinguíamos nuestros pies en los caminos y las veredas, y unos metros adelante, o a los lados, y párale de contar. Cuando acometimos un voladero, no diré que lo vimos; sí, que sentíamos el jalón, su inhalación poderosa, y algo oscuro que asomaba en el fondo. Confirmé la elevada altura de la que estábamos colgados con ese engarrotamiento en las piernas, especie de dolor muscular, de cuando da vértigo.
Los así llamados sonidos de la naturaleza cubrían toda la extensión de la palabra. Lo cual es raro, pues la extensión de casi todas las palabras ahora se nutre de sonidos que no son de la naturaleza, sino de otro origen. Rechinaban los grillos, chicharras. Zumbaban libélulas. Por tramos, anunciando agua, tronaban los sapos. Un ensamble de pájaros que, si uno se detenía un poco a escuchar contra el silencio, parecía un motete, o una sobria novela de suspenso: ¿por dónde sonará el próximo, y qué canto será?
Estábamos perfectamente perdidos, pero a nadie parecía importarle. Alcanzamos una planicie, que resultó una sucesión de parcelas sembradas de hortalizas de baja estatura. La niebla permitía distinguir no muy lejos una raya entre el verde borroso del suelo y la nube propiamente dicha, o cielo. Y justo entre dos grandes encinos apenas distinguibles se abría un pasaje. A través de la niebla. Un corredor oscuro, más bien túnel. Como eso ya daba un cierto sentido de dirección, hacia ahí caminamos.
Entramos en fila india, no daba para más. Nos internamos. Encendimos las linternas, aunque para ver bastaban los muros blancos de la niebla que nos flanqueaba. Éramos varios. No me acuerdo cuántos. Apenas nos hablábamos, como pasajeros de un autobús que accidentalmente coinciden unas horas, unos roncan, huelen o argüendean consigo mismos. Cualquiera que nos viera habría creído que éramos una cuerda de migrantes, unos pollos. O peones en cautiverio.
El túnel a veces ascendía, bordeando laderas. Pronto el suelo se hizo plano y firme, luego pavimento. Ya no lodo, ni piedras, ni maleza. Calle.
Como quien la corta con cuchillo, se acabó la niebla. La dejamos atrás. Ahora, puro negro. Noche. ¿Tanto anduvimos el túnel que se consumió la tarde? No lejos se extendían las luces de una ciudad mediana. Empezamos a dispersarnos, nos perdimos de vista unos de otros, cada quien para su santo y entrar a la ciudad por distintas partes, sin llamar la atención, listos para adaptarse a cualquier eventualidad. Disimular lo necesario.
Atravesé un parque bastante descuidado, y por una calle angosta desemboqué en una avenida iluminada y aglomerada, típica de suburbio. Todo mundo vestía uniforme. Unos de soldado, otros de policía, monaguillo, custodio, portero. Y muchos más, sayales grises, como de preso, aunque no lo parecían, no del todo: hacían muecas mientras deambulaban entre guardias armados que los observaban con descaro y que a las mujeres les alzaban el sayal con el rifle para exponerles las nalgas entre risotadas.
De pronto me descubrí en una especie de parque temático, rodeado de pequeños museos decrépitos, juegos mecánicos, jaulas y vitrinas por todos lados. En cada una, el ejemplar restante de alguna orquídea, alguna bestezuela silvestre, algún objeto antiguo, como lápiz, llave, centavo, alambre de cobre, vaso con agua. Una verdadera antesala de la extinción. Otros almacenaban arte, pero no tanto la obra de tal o cual, sino su último trabajo, en el que estaba cuando se detuvo o se murió. Agazapados, miedosos, los tigrillos y los osos pardos miraban con ojos amarillentos hacia el exterior que los encarcelaba.
Soldados y gente de sayal iban y venían sin prestar atención a las piezas de ese museo fragmentario que me pareció apenas un montaje apresurado y medio apocalíptico, y peor al llegar a una vitrina que exhibía una planta de maíz plastificada, alta, con mazorca y todo. Una cosa espantosa.
Ya ven que cuando uno avanza rodeado de objetos y señales que alarman o sorprenden –los camerinos de un circo, los mercados de marionetas o pulgas, los arsenales de guerra, los pasillos de los hospitales, el oro en las joyerías y las iglesias, ya ven los insultantes tesoros vaticanos–, uno pierde las nociones de tiempo y distancia. No sé cuánto caminé, sin ganas de detenerme. Así acabé en una ruinosa terminal de trenes, donde uno estaba por salir. Pitaba. Lo abordé sin titubear un instante. A juzgar por todo lo demás, debía tratarse del último. En cualquier caso, no me interesó averiguarlo. ¿Y quedarme varado? ¿Allí? Cómo crees.