Cuatro estaciones
apturar en las incesantes transmutaciones de la naturaleza animal, vegetal y mineral algo del ritmo cotidiano de una comunidad en la Calabria meridional, es no sólo una apuesta temeraria, sino evocación poética propia más de la literatura que del cine; Michelangelo Frammartino la cumple en la pantalla con absoluta libertad expresiva. Cuatro estaciones (Le quattro volte) refiere en episodios sin palabras –apenas lo indispensable, acaso el todo acompañado sólo del rumor de la naturaleza– la experiencia de un anciano salido de las páginas de Cesare Pavese o de Vasco Pratolini, una vida observada en su rutina diaria, en la que se advierten las inclemencias de la edad, el asomo de los achaques, y la varia improvisación de remedios que buscan mitigar los desgastes físicos. La tierra anticipando el regreso del cuerpo humano a la tierra misma; la tierra transformada en montaña poderosa sobre la que reposa todo un poblado primitivo. La tierra, una vez más, territorio de pastores que conducen sus rebaños de cabras, y de cuya rutina el cineasta rescata alguna anécdota graciosa, el nacimiento de un cabrito, sus primeros pasos vacilantes, su incorporación azarosa al rebaño, y su extravío final en la soledad de un paisaje interminable. De esto habla Cuatro estaciones tan sólo en su primera parte.
Los trabajos y los días. La cinta de Frammartino no es propiamente hablando un documental ni tampoco una obra de ficción, sino un híbrido extraño, a la vez muy familiar, que toma el pulso de una vida colectiva anterior a la modernidad, desentendida de todo conflicto social y atenta a las tareas de la diaria supervivencia. El registro tiene toques humorísticos, como la tozudez de un perro que interrumpe todo el tiempo una procesión de centuriones romanos en su camino al Gólgota, escenificación ritual del vía crucis en un pueblo que combina devoción y desenfado. El trabajo de los leñadores concluye en una festividad más, el traslado hasta la plaza del pueblo de un gigantesco tronco tallado que, lleno de presentes en su parte más elevada, será finalmente derribado para alborozo de la gente. La escena bucólica parece provenir de una cinta de los hermanos Taviani (Kaos, 1984) o de El árbol de los zuecos (1978), de Ermanno Olmi. Un espectador urbano no conecta esta celebración de la naturaleza con nada de lo que le es familiar y reconocible; uno impaciente cierra los ojos abrumado. La visión poética de Frammartino restituye al cine moderno algo de un paraíso perdido: la complejidad transformada en sencillez para deleite de nuevos espectadores.