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La innovación en el medio rural:
Yolanda Massieu Tractores, semillas, arados, dotación de agua, laderas, superficies planas, ganado y bosques, el paisaje rural ha sido transformado milenariamente por la mano de los humanos, sus herramientas y máquinas, sus conocimientos, es decir, eso que llamamos tecnología o, en tiempos más recientes, innovación. Este cambio de términos no es sólo nominal, pues hemos pasado de ver a la tecnología simplemente como instrumentos en los que se aplican conocimientos (provengan éstos de la ciencia formal o no) a una noción en que comprendemos que la innovación, además de tecnológica y productiva, es cultural, social, política e institucional. En franco contraste con lo que sucedía al analizar la tecnología a fines del siglo XIX y principios del XX, en que se tenía fe en que la aplicación de ésta y de la ciencia era ya sinónimo de progreso, el fin del siglo X y comienzo del XXI están marcados por un cierto escepticismo y decepción, aunado al miedo por algunos efectos desastrosos de los adelantos tecnológicos que se atestiguaron el siglo pasado y en la actualidad. De cualquier manera, no podemos negar la necesidad de encontrar y aplicar innovaciones adecuadas para resolver los ingentes problemas ecológicos, alimentarios, energéticos, médicos y económicos que aquejan al mundo y a nuestro país en el presente. El problema es cómo elegir, quién elige, en qué tiempo, quién gana y quien pierde con las tecnologías que se aplican. Una vieja verdad marxista nos aclara que la ciencia y la tecnología son crecientemente transformadas en fuerzas productivas al servicio de la valorización del capital, pero hay más que esto en la manera en que los humanos desarrollamos y aplicamos instrumentos y máquinas, generamos conocimientos, transformamos y explotamos la naturaleza, y fabricamos diversos objetos. Para todo ello requerimos de cantidades crecientes de energía. En lo que respecta a la agricultura y la sociedad rural, ya tenemos un antecedente importante en las elecciones tecnológicas y los procesos de modernización, impulsados antes activamente por el Estado: la “revolución verde”, que se instaló en al país de los 40s a los 70s del siglo pasado. Si bien se lograron variedades de cultivos básicos que aumentaron los rendimientos de manera importante, el modelo resultó inaccesible para la mayoría de los productores campesinos temporaleros, y el saldo de una mayor polarización entre éstos y los grandes empresarios agrícolas (que sí pudieron utilizar la nueva tecnología) es ahora innegable. Lo mismo podemos decir de las graves repercusiones ambientales de la promoción del monocultivo con alto uso de agroquímicos. Pese a ello, muchos de nuestros cuadros gubernamentales, investigadores y gran cantidad de productores sólo ven en el monocultivo de alto rendimiento (que ahora comprende también la producción de plantas transgénicas), cultivado por la agricultura empresarial, la salida a la necesidad de aumentar la producción de alimentos. Ello sin dejar de mencionar que las grandes beneficiarias de la modernización de la agricultura empresarial, hoy como ayer, han sido las grandes corporaciones productoras de semillas, agroquímicos, maquinaria y demás insumos, pues incluso para los grandes empresarios agrícolas el modelo resulta muy costoso. Habría que preguntarnos para qué hemos usado el impresionante despliegue tecnológico que se acelera en los últimos tiempos: el modo de vida de las potencias occidentales, con su impresionante consumo de energía, agua y recursos naturales, nos ha llevado a una situación en que nos estamos acabando los recursos naturales, mientras que los problemas de hambre y deterioro ecológico se han agudizado. Hemos logrado medicamentos y sofisticados aparatos para curar enfermedades, pero aparecen nuevos males conforme avanza la industrialización. Aún más, hoy sabemos que garantizarle a toda la población mundial este estilo de vida, que hoy por hoy se considera cómodo e inmejorable, requeriría de dos o tres planetas como el nuestro. De cualquier manera, estamos cada vez más interconectados y comunicados, el conocimiento se ha vuelto un bien fundamental. Si bien internet no es accesible a la mayor parte de las personas, su uso es creciente, aun en comunidades rurales apartadas. Específicamente para la producción agrícola y la sociedad rural, la innovación tiene múltiples caras: económica productiva, en cuanto a alimentos, productos agroindustriales y forestales, ganado, pesca, y ahora también energía y medicamentos; en lo referente al acceso de los pobladores rurales a las tecnologías de información, a los medios de transporte, a los servicios médicos; en cuanto a la biodiversidad y los recursos naturales, puesto que hay tecnología en los mapas, en los métodos de conservación y en nuestra manera de usar el agua y los recursos genéticos. Nuestro país tiene una triste historia de colonialidad en el saber, la ciencia y la tecnología. La mencionada revolución verde es una expresión de esto para la modernización agrícola. Otros ejemplos: siendo un país megadiverso biológicamente, importamos de las empresas trasnacionales semillas de flores, hortalizas y maíz. Importamos hasta el suelo de los invernaderos. Se promueven los cultivos transgénicos fabricados por las grandes corporaciones como la única forma de salir de la crisis alimentaria. La mayoría de nuestros científicos están convencidos de que lo mejor es imitar el desarrollo tecnológico de los países del Norte, no importa que nuestros ecosistemas sean radicalmente distintos. Ni qué hablar de este convencimiento en nuestros gobernantes, para los cuales es más ventajoso importar la tecnología a punto, que invertir en investigaciones nacionales inciertas y de largo plazo. La investigación nacional, más aún si se dedica al sector agropecuario, es cara y no vale la pena. Hay en esto una contradicción con el supuesto objetivo de política económica de impulsar la competitividad: ésta difícilmente se obtiene si no se estimula la producción de tecnología endógena, la cual en México se produce, con todas estas limitaciones, en las instituciones públicas de investigación. En medio de este panorama, desde hace varias décadas los campesinos han sido los grandes ignorados de las políticas científico-tecnológicas y de muchos de los investigadores, afortunadamente no de todos. Si bien no ha habido políticas de innovación adecuadas a las condiciones de estos pequeños productores, sí existen esfuerzos civiles y académicos de potenciar y valorar las tecnologías aplicadas en la pequeña producción de subsistencia. Hoy hay un mayor reconocimiento de sus aportaciones sociales y ambientales y más científicos e investigadores comprometidos con encontrar y poner en práctica opciones innovadoras para los campesinos y sus organizaciones. La discusión acerca de lo adecuado de la tecnología cobra en estos casos vigencia actual. Afortunadamente, hay cada vez más estudios que analizan las bondades de la tecnología campesina hoy, encontrándose en muchos casos que estos productores mezclan sin prejuicios sus tecnología tradicionales con las llamadas modernas, en un esfuerzo complejo por producir más con recursos escasos. Asimismo, la experiencia campesina llega hoy también a una búsqueda de producir de una manera sustentable, con criterios y lógicas que marcan su distancia con la pura obtención de ganancias. Un reto complejo que avanza a contracorriente y con dificultades. La agroecología y la producción orgánica son aquí nuevos elementos que, si bien incipientes, al parecer llegaron para quedarse, aplicándose en cada vez más “lunares” del territorio nacional, tanto por parte de organizaciones de productores como de empresarios privados. En la ganadería, esta polarización entre productores campesinos y grandes empresarios es aún más aguda. La ganadería de traspatio ha sido olímpicamente ignorada por la mayoría de los científicos y diseñadores de políticas, y en ella se guardan saberes interesantes y líneas genéticas de bovinos, aves y cerdos de alta resistencia, que se sostienen en condiciones inviables para el modelo empresarial. Este último resulta cada vez más costoso e insostenible ambiental y económicamente; la tecnología importada cobra aquí su factura, como se evidencia, por ejemplo, en el modelo Holstein de producción lechera. Existen además especies de pastoreo netamente campesinas, como los ovinos y caprinos, que se reproducen en condiciones muy adversas. Habría que recordar aquí que la generación de tecnologías adecuadas y sustentables para nuestro México tiene que partir de reconocer que no es lo mismo la viabilidad técnica y de dotación de recursos que la factibilidad socioeconómica, cultural y política, y que es necesario un trabajo interdisciplinario y con los propios productores para encontrar respuestas tecnológicas innovadoras. El distanciamiento entre técnicos y científicos del área agropecuaria y estudiosos de las ciencias sociales ha conducido a que no se pueda avanzar en el planteamiento de nuevas tecnologías útiles y viables. Además, dentro del análisis social avanzan por caminos separados la socio-ecología, los estudios de ciencia y tecnología y la sociología rural, cuando la complejidad de la tecnología agropecuaria radica en que se trata de relaciones humanas de poder y seres vivos que interaccionan en ecosistemas. Es necesaria la confluencia y reflexión más allá de estas parcelas aisladas de conocimiento para enfrentar los retos de la sociedad rural y el país en su conjunto. Es necesario, también, un compromiso de las instituciones de investigación e innovación con los productores, pues hoy es claro que muchas de las innovaciones necesarias y accesibles las están haciendo estos últimos sin contacto con los investigadores, y que a veces las investigaciones de los académicos son inviables de aplicarse, por falta de acercamiento con las necesidades reales de los productores y habitantes del medio rural. Todo ello, en un contexto en el que la política gubernamental es adversa a apoyar la generación de tecnologías propias y la producción campesina. Tenemos que avanzar, por tanto, sin dejar de presionar por estos apoyos, pero sin contar por el momento con ellos. La tecnología tiene que ser analizada, evaluada y generada de manera que favorezca la búsqueda de una producción agroalimentaria sustentable y equitativa, un reto complejo del que en buena medida depende nuestro futuro.
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