l temblor y el tsunami de Japón nos tienen profundamente consternados. La muerte de miles de personas es –de suyo– razón suficiente para sentir pena y dolor. Nada deseamos más que la recuperación de personas y familias que han sufrido y sufren las consecuencias de esos devastadores fenómenos. Nada, en verdad. Pero la lamentable afectación a cuatro centrales nucleares y la consecuente fuga de radiación han generado inquietud e incertidumbre absolutas.
En su mayoría se trata de reactores del tipo Boling Water Reactor (BWR, por sus siglas en inglés equivalente a reactores de agua hirviente): 1) seis en Fukushima Dai-ichi con una capacidad de 4 mil 700 megavatios; 2) cuatro en Fukushima Dai-ni con una capacidad de 4 mil 400 megavatios; 3) tres en Onagawa con una capacidad de 2 mil 200 megavatios; 4) uno en Tokai con una capacidad de mil 100 megavatios.
Se trata, entonces, de 12 mil 400 megavatios en 16 reactores que equivalen a 25 por ciento de una capacidad nuclear japonesa de 48 mil 800 megavatios.
Diversos tipos de afectación han implicado fuga de radiactividad. La oficialmente indicada es la pérdida del refrigerante del núcleo del reactor –donde están las barras del combustible nuclear– que ha implicado escape de un volumen importante de radiactividad. Las dimensiones de su afectación se revisan continuamente. Hasta el viernes en la tarde el nivel de afectación en la Escala Internacional de Eventos Nucleares creada desde 1990 y redefinido desde julio de 2008 (INES, por las siglas en inglés de International Nuclear and Radiological Event Scale) era de 5 (cinco), equivalente a un accidente que supera las consecuencias locales y tiene consecuencias más amplias (wider consequences). En esta escala los niveles 1 a 3 se consideran incidentes: anomalía, incidente e incidente serio, respectivamente. Y los niveles 4 a 7, en cambio, accidentes, desde consecuencias locales el nivel 4, hasta accidente mayor el nivel 7, pasando por accidente de consecuencias amplias en el nivel 5 y por accidente serio el nivel 6.
La caracterización de un evento nuclear como incidente o accidente y su especificación concreta dependen de tres áreas de impacto: 1) impacto en las personas y el ambiente implicado; 2) impacto en las barreras radiológicas y controles nucleares disponibles; 3) impacto en los mecanismos de defensa. Hasta ayer sábado, la información oficial de la Agencia Internacional de Energía Atómica (www.iaea.org) señala que en las partes lejanas a la central Fukushima no hay registros extraordinarios de radiactividad. Sólo dosis inferiores a las permitidas.
En estos momentos las mediciones se concentran ya en un radio cercano a los 100 kilómetros de Fukushima. Ahí ya se han encontrado algunos radioisótopos (Yodo 131 y Celsio 137) que afectan las tierras agrícolas y los alimentos. Se ha identificado la existencia de alimentos con dosis extraordinarias de radioactividad, como leche en la zona cercana a la central y vegetales al sur, en la zona de Ibaraki. La misma Agencia Internacional de Energía Atómica no señala aún los efectos definitivos del accidente. Promete irlos señalando. Pero en el terreno estrictamente energético, se hacen estimaciones sobre los requerimientos de combustibles –petrolíferos o gas natural– que pudiera implicar el cierre temporal o definitivo de las centrales nucleares involucradas –de una u otra manera– en el accidente: el equivalente a cerca de 500 mil barriles de petróleo al día o su equivalente de 3 mil millones de pies cúbicos de gas natural también al día.
Asimismo, sobre los efectos que –primero– pudiera tener esto en los precios del crudo y del gas, en momentos de elevación del precio del petróleo y aparente estabilidad del precio del gas natural en Estados Unidos por la sorprendente elevación de sus reservas. Pero –segundo– por el severo cuestionamiento que supone este accidente sobre las alternativas de diversificación energética frente al grave problema del calentamiento global, acaso menos aparatosos que el accidente nuclear, pero similarmente delicado.
Para nuestro país el asunto no es –de veras que no– de importancia menor, a pesar de que aparentemente, pero sólo aparentemente, tenemos resuelta nuestra seguridad energética. Nada nos hace más daño como ignorar o permanecer impávidos ante la conflictividad tremenda y la fragilidad en la que nos sitúa el accidente de Japón. Pero tanto o más grave resulta enfrentar el asunto con la superficialidad con la que hoy se habla del accidente. Lo primero es típico del gobierno. Y si no explíquese por qué ignoran las serias críticas que se hacen al delicado asunto de los contratos incentivados de Pemex, entre las que sobresale –así sea de manera implícita– el juicio sobre las severas limitaciones actuales de todo contratista petrolero en el mundo, formulado por la Comisión de análisis del accidente petrolero de Macondo en Estados Unidos. Lo segundo es típico de los mercaderes, que aseguran que México tiene resuelto su problema energético con el gas natural con el que se cuenta hoy en Estados Unidos, merced al desarrollo del shale
gas.
Nunca como ahora debemos meditar con serenidad y pleno respeto a la sociedad nuestras alternativas. Nunca como ahora. Es lo menos que debemos hacer para honrar a los difuntos. Y para celebrar el 18 de Marzo, hoy tan olvidado y vilipendiado por las prácticas de los últimos gobiernos, especialmente el actual. De veras.