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El campesinado y las políticas públicas
Susana Gauster En casi toda América Latina, en los 50 años recientes la relación del campesinado con el Estado ha tenido diferentes expresiones, de acuerdo con los modelos de desarrollo económico en vigor. La lógica de la época de la sustitución de importaciones implicaba incluir en el modelo al campesinado, aunque fuera bajo condiciones desfavorables, convirtiéndose –en su momento– las políticas de fortalecimiento productivo en políticas de combate a la pobreza. En cambio, en la época neoliberal se van separando desarrollo económico y combate a la pobreza: se excluye al campesinado del desarrollo productivo y se le va reduciendo a un sujeto social. Después de varias décadas de un modelo de sustitución de importaciones basado en supuestos modernizantes (como la confianza en el efecto derrame –reducción de pobreza automática a partir del crecimiento económico–), a inicios de los años 70s se realizó un cambio conceptual en la teoría de desarrollo. Se generó conciencia de que el crecimiento económico por sí solo no había contribuido a la reducción de la pobreza (rural) y se empezó a cuestionar la relación entre pobreza y distribución. Derivado de ello se planteó la estrategia de necesidades básicas, que ponía en el centro del desarrollo al ser humano y sus necesidades. En el ámbito rural esta estrategia se tradujo en el concepto denominado “desarrollo rural integral” (DRI), el cual consideraba vital para la reducción de pobreza la inclusión del campesinado a los procesos de desarrollo nacionales. Por tanto se planteaba fortalecer el sector rural de tal manera que por su propia fuerza pudiera generar los ingresos necesarios para superar la pobreza, a la par de proveer a las ciudades de alimentos baratos que permitirían que los salarios de los trabajadores urbanos aumentaran en términos reales (implicando ello una reducción de los costos de producción para las industrias domésticas). Aspectos clave de esa estrategia eran la implementación de una política agraria estructural (reformas agrarias) para permitir un uso óptimo de la tierra; una política de intervención del mercado a favor de los agricultores, mediante la elevación (con subsidios) o estabilización (con precios de garantía) de los precios de los productos agrícolas; una política comercial protectora de bienes agrícolas básicos, así como el fortalecimiento del comercio intra-regional y nacional; el rescate y desarrollo de recursos locales ante la introducción de recursos externos (en tecnología, personal etcétera); la asistencia técnica, y la provisión de créditos con criterios de aplicación adaptados al contexto de los campesinos, entre otros. Producto de lo anterior, se realizaron inversiones fuertes para las áreas rurales y se organizó la actividad pública alrededor de este propósito. Sin embargo, por el tipo de Estado que desarrollaba tales planes, el impacto de esta estrategia, al igual que las reformas agrarias que se dieron en la época, fue minimizado. Las dictaduras militares predominantes en muchos países de la región, con sus prácticas de corrupción y mal gasto de recursos, no contribuyeron a que los préstamos y demás inversiones llegaran a su destino y que la estrategia de inversión en el campo surtiera efecto. A partir de los años 80s cambió la concepción de desarrollo. La crisis de la deuda dio lugar a la aplicación de medidas rígidas de ajuste estructural y sectorial, lo cual para el ámbito rural ha tenido tres repercusiones principales: el desmantelamiento de los sectores públicos agrícolas que hasta esos momentos habían apoyado la producción (campesina) alimentaria, la liberalización de los mercados agrícolas y la apertura comercial. Todas esas medidas luego se convirtieron en “ley” mediante el Consenso de Washington, cuyas principales características se han mantenido hasta la fecha. Así, el apoyo al sector campesino desapareció; las políticas económicas macro obstaculizaron su desempeño. Todo ello sin existir medidas de “compensación” de ningún tipo. La teoría del derrame había regresado a la agenda económica. A partir de una mayor sensibilización en los temas de la pobreza que se dio a mediados de los años 90s, los temas del desarrollo rural y del combate a la pobreza regresaron a la agenda de los Estados y de las instituciones (financieras) internacionales, pero con el sesgo neoliberal característico de la época, el cual cambió de fondo el papel del campesinado. Con excepción del pequeño sector que logra la transición hacia la producción y comercialización de cultivos rentables y aquel grupo que posee suficiente tierra para seguirse reproduciendo con base en los excedentes en la producción de alimentos básicos, los campesinos tienen que ampliar su base de ingresos mediante la pluri-actividad, fuera del ámbito agrícola. De esta manera no desaparecen como campesinos, pero limitan la producción agrícola a las necesidades alimenticias de sus hogares y transforman su relación con el mercado. En lugar de productos agrícolas, venden su fuerza de trabajo como semi-proletarios. La semi-proletarización es un fenómeno atractivo para los capitales pues permite la venta de la fuerza de trabajo por debajo de los costos de reproducción familiar, dado que una parte de estos costos es absorbida por la producción de subsistencia de los campesinos. Para mantener condiciones de semi-proletarización aun bajo la tendencia de reconcentración de la tierra, que afecta la producción de subsistencia campesina, las transferencias sociales pueden jugar el papel de cubrir parte de los costos de vida. Y son esas transferencias las que en la práctica constituyen aportes cada vez más significativos a los ingresos rurales. Se trasladan con el fin de que las poblaciones acepten las reformas económicas y se eviten revueltas sociales, y bajo el planteamiento aparentemente caritativo de establecer “redes sociales para los que quedaron atrás”. Desde la óptica de la relación Estado-campesinado, resulta evidente entonces cómo el campesino se ha ido convirtiendo de sujeto económico, parte fundamental de la estrategia de desarrollo, en un sujeto social receptor de transferencias monetarias condicionadas e integrado a la estrategia de desarrollo nada más como vendedor de fuerza de trabajo barata. Colectivo de Estudios Rurales IXIM
Guatemala Agresión a comunidades y trabajadores Nuevo modelo agroindustrial
Olga Pérez Guatemala , al igual que otros países de la región, enfrenta procesos de reorganización agraria y de crisis política que son expresión de las nuevas formas de acumulación capitalista e inciden de manera directa en la conflictividad agraria. Si se parte de que el problema agrario y campesino es de orden político y no sólo técnico o institucional, se asume la necesidad de profundizar en cómo ha sido la configuración histórica –en lo económico– de los regímenes productivos y –en lo político– de los Estados oligárquicos. Desde finales del siglo XX y principios del XXI observamos en Guatemala el desenvolvimiento y la expansión de formas agrarias –con la lógica de los procesos de acumulación liberales y oligárquicos, al mantener los ejes de dominio en el control de la tierra, la fuerza de trabajo y el carácter de “monocultivos”– que expresan una nueva etapa de expansión capitalista en el agro. A la par del café, la caña de azúcar y el hule, el cultivo de la palma africana irrumpe en el contexto productivo guatemalteco, reflejándose en la concentración de la producción de cultivos comerciales. Esta realidad ha venido a transformar las formas de uso del territorio y de las áreas agrícolas, dañando la producción alimentaria para el consumo interno; debilitando la relación Estado-municipios (autonomía municipal) y propiciando la desterritorialización de comunidades y pueblos. Todo esto afecta de manera sustancial la relación del campesino y/o trabajador agrícola con la tierra. La división político administrativa del país expresa desde la segunda mitad del siglo XIX el carácter del modelo agro-exportador cafetalero y la visión del Estado en torno a la nación. La historia nos brinda las herramientas para comprender el carácter de los procesos agrarios actuales y sus bases de fundamentación, entre ellos el carácter dependiente, mono-productivo, concentrador, militarizado y racista del modelo de desarrollo agrario que ha prevalecido en Guatemala y define al país como una economía primario exportadora. La realidad guatemalteca es la de una sociedad que transcurre el siglo XXI atada a normativas jurídicas del periodo de conformación del modelo agro-exportador cafetalero del siglo XIX: el Estado finquero que construye como categoría de análisis Sergio Tischler. Este aspecto jurídico de los regímenes liberales es fundamental a fin de comprender los obstáculos estructurales para resolver el problema de la tierra y la producción en Guatemala, así también para entender cómo estos nuevos monocultivos irrumpen en los contextos municipales y regionales, debilitando aún más a los gobiernos y poderes locales y a la institucionalidad pública. La nueva agroindustria se desenvuelve con pocos controles impuestos por el Estado, su tributación a las municipalidades no corresponde a los niveles de ganancia, además de no reportar los mismos a las municipalidades; implica pocos puestos laborales (entre dos mil 500 y tres mil en palma africana, en Fray Bartolomé de las Casas, Alta Verapaz), y tensa más la relación Estado-municipalidad. Es evidente que las formas productivas delinean el tipo y carácter de los procesos de desarrollo nacional, es evidente también que las oligarquías nacionales guatemaltecas están activas en cuanto a las transformaciones político-administrativas, territoriales, laborales y tributarias que tienen que impulsarse en esta nueva etapa para actualizar nuestros marcos constitucionales. Los pueblos, y en particular los trabajadores rurales y las comunidades, están respondiendo a los efectos –ya sentidos y en expansiónde las nuevas condiciones productivas: la pérdida de tierra para el cultivo de alimentos y rupturas en los circuitos comerciales y en los mercados laborales. Es importante recordar que en Guatemala el mercado laboral abarca tan sólo 180 de los 365 días del año. Esto ejemplifica las condiciones de miseria y falta de perspectivas de una vida digna. Antropóloga. Escuela de Historia. USAC
Guatemala Agrocombustibles: ¿qué plantean Alberto Alonso-Fradejas "Fuimos instrumentos del café primero, después del algodón, del ganado y ahora de la palma y la caña. Ya conocemos lo que nos vienen a ofrecer”. Así dijo hace ya cuatro años don Pedro, un anciano mayaq ´eqchi´ de 81 años originario de un área de violenta expansión de plantaciones de caña de azúcar y palma aceitera en las tierras bajas del norte de Guatemala. Y la verdad es que algo similar podrían haber comentado también sus coetáneos indígenas, mestizos, garífuna y afro-descendientes que pueblan –y trabajan– el agro desde Chiapas hasta Colombia. Don Pedro tenía razón en que, en el fondo, los agronegocios palmeros buscan “lo mismo” que los cañeros, los bananeros, o los de la oligarquía terrateniente (muchas veces los mismos que los primeros). Una clase, por cierto, que auto-referenciada como suprema raza, se resiste a la extinción enquistándose en el corazón de las repúblicas centroamericanas para seguir ejercitando diligentemente el legado histórico de sus abuelos liberales de administrar la finca, el Estado y a sus pobladores. Lo que don Pedro no se esperaba eran las “modos” en los que estos capitales extractivos de vida rural iban a operar. Los vecinos de don Pedro, y especialmente “las vecinas” –a quienes les toca aguantar otra vuelta de tuerca para seguir sosteniendo la vida en sus hogares– se ven envueltos en un salto histórico de 300 años, al ver cómo las relaciones de producción, caracterizadas por el trabajo semi-servil y el paternalismo autoritario y explotador de los finqueros, dan paso a posmodernas relaciones de producción flexible. Efectivamente, a la par de la flexibilización de los modos de producción en el agro (respecto de la tecnología empleada; de los mercados destino o del control normativo), estos agronegocios flexibilizan también las relaciones sociales de producción. Así logran articular el control con la híper-explotación de la fuerza de trabajo por medio de la terciarización/ subcontratación; la subordinación a condiciones laborales flexibles con relación a la contratación, el despido, la duración de la jornada y la ubicación geográfica; la remuneración vinculada a la productividad, o la cancelación de sistemas de seguro social. Una flexibilización que no sólo sufren quienes trabajan (nótese distinto de “emplearse”) en las plantaciones, sino que reconfigura de modo generalizado las relaciones sociales entre toda la población rural. Más allá de elementos de diferenciación material (que también los hay) la diferenciación social a lo interno de la comunidad de Don Pedro y otras del área de expansión cañera y especialmente palmera del norte de Guatemala, se expresa por medio de elementos de carácter simbólico y de estatus. Así, por ejemplo, el caporal de la palma no tiene necesariamente una renta neta anual mayor que un vecino (aún) dedicado a la agricultura campesina, pero en muchos casos él y sus allegados entran a disputar el poder simbólico en la comunidad, haciendo valer su relativa capacidad de decisión sobre a quién contratar (o despedir), así como su rol de informante “a terceros” sobre los planes comunitarios (o de ciertos grupos dentro de la comunidad). Y es que sin pretender ser tremendista, Guatemala podría estar en la génesis del tercer hito histórico de la desposesión –cultural y material– de la población indígena y campesina, tras la Colonia y las reformas liberales privatizadoras de las tierras comunales. Desposesión refuncionalizada hoy al régimen de acumulación flexible de los agronegocios, que por muy posmodernos que sean sus discursos no pierden las “viejas mañas” finqueras de control de la fuerza de trabajo y coacción de la población que habita –y trabajaba– los territorios de su interés. Algo que tampoco don Pedro se esperaba, ni había visto antes por acá, era que estos agronegocios se iban a presentar (o re-presentar) con discursos endulzados de “desarrollo sostenible” y “responsabilidad social corporativa”. Y no lo hacen solos. Les acompañan burócratas y variopintos prescriptores a sueldo que incluyen desde personalidades carismáticas locales, hasta fundaciones, medios de comunicación de masas, e incluso grandes organizaciones no gubernamentales multinacionales de la conservación (perdón, quise decir, internacionales), las cuales rubrican sin mayores cargos de conciencia planetaria las solicitudes de estos agronegocios por millones de dólares al mecanismo de desarrollo limpio del Protocolo de Kyoto por vender bonos de carbono. Asombrados nos quedamos propios y extraños, ante la desfachatez de tildar de “sostenibles” a negocios basados en exprimir socioecosistemas completos hasta reventarlos, para buscar repetir un ciclo que sólo “sostiene” los patrones de consumo en el Norte, y los de las elites en el Sur. Así es, de todas las nuevas tierras que se incorporaron a plantaciones de palma africana en Guatemala en la década reciente, cerca la mitad eran bosques tropicales y humedales, y casi una tercera parte eran tierras otrora dedicadas a la producción alimentaria nacional. Aunque ya no sorprende a nadie, sí desespera a algunos –y encoleriza a muchos– el accionar de un Estado que ya no sólo “deja hacer y pasar”, sino que además “empuja” fervientemente el aseguramiento de estos privilegios poscoloniales. Lo preocupante de este modus operandi es que además de beneficiar a los lobos con piel de oveja del gran capital agrario nacional e internacional, promueve un imaginario social en que el campesinado no es sujeto económico, ni sus emprendimientos productivos objeto de inversión pública, sino de la acción de las transferencias condicionadas gubernamentales y de la caridad privada (pues al parecer la solidaridad, nacional e internacional, ya no está de moda). Otro mito constitutivo de las repúblicas centroamericanas que migrantes, campesinos y trabajadoras y trabajadores rurales y urbanos derrumban anónima y cotidianamente, pues son ellas y ellos, y su trabajo, los que generan la riqueza y el empleo. Y esto no es un discurso. Pero ni modo, así sigue el patio trasero; mientras unos crían fama, otros cardan lana. Responsable de Estudios del Instituto de Estudios Agrarios y Rurales de CONGCOOP. Guatemala.
Guatemala Palma africana: una amenaza a la seguridad alimentaria Sindy Hernández
En 2009 Amartya Sen, Premio Nobel de Economía 1998, señaló que cuando se define el bienestar humano a partir de lo que se tiene y se consume, surge el debate entre el bienestar presente y el futuro. Si bien el tema ha sido estudiado en profundidad, es importante plantear nuevas fórmulas que tengan en cuenta que los beneficios de la educación, la salud y la alimentación van más allá del bienestar inmediato. Hablar de inseguridad alimentaria no sólo se refiere a la falta de alimentos, sino también a un problema social que incluye la desigualdad en los mecanismos de distribución de la riqueza, así como las prioridades del Estado en aspectos socioeconómicos. Un área con problemas de inseguridad alimentaria en Guatemala es la Franja Transversal del Norte (FTN). En este territorio ubicado al norte del país se implementa un proyecto de “desarrollo” impulsado por el gobierno y el sector privado, consistente en la promoción y expansión del cultivo de la palma africana. Sus promotores argumentan que está contribuyendo a disminuir la pobreza y los problemas alimentarios. Sin embargo, el cultivo de la palma africana en Guatemala no tiene como propósito la producción de alimentos, sino la exportación de materias primas para la producción de combustibles (el denominado agro-diesel). Según el gobierno y los empresarios, al cultivar grandes extensiones con palma africana, los trabajadores locales reciben un pago, y así es como pueden comprar comida. Estos trabajadores locales son personas en condiciones de pobreza y pobreza extrema, que carecen de tierra para cultivar sus propios alimentos, o que se vieron forzados a vender su tierra. Viejos y nuevos empresarios, con capital nacional y extranjero, introdujeron durante la década pasada esta agroindustria en la FTN, logrando reproducir una vez más el modelo de explotación de la mano de obra que proveen personas en condiciones de pobreza. Estos empresarios siempre se han amparado en el discurso de la generación de empleo, pero en este caso particular además argumentan en defensa de esta explotación que la nueva industria contribuye a reducir la inseguridad alimentaria. Este esquema trastoca la dignidad humana, agrediendo las dinámicas locales. Por ejemplo, la economía local, campesina y caracterizada por un sentimiento colectivo de solidaridad, se ve amenazada con esta intervención mercantilista. La visión invasora privilegia la búsqueda sistemática de ganancias económicas, desplazando bruscamente las formas locales, en especial el significado social y cultural de la comida. La industria de la palma africana está en expansión en Guatemala, poniendo en duda seria y razonable la viabilidad de la implementación de la Política Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional en la FTN. El cultivo de la palma africana reconfigura social, ambiental y culturalmente el territorio, con lo cual los siguientes pilares de la Política se tornan inviables: 1) disponibilidad de alimentos: el cultivo de palma africana para producir combustibles desplaza la producción de granos básicos para alimentar a la población; 2) acceso económico a los alimentos: al sustituir áreas de cultivo de maíz por la palma aumenta la demanda del grano, y con ello se incrementa su precio; 3) alimentación adecuada: al cambiar el uso de la tierra, los alimentos producidos localmente son remplazados por comida procesada de muy bajo contenido nutricional, agudizando la desnutrición, y 4) el consumo de alimentos de origen nacional debe ser prioritario, oportuno y permanente: la comida procesada que remplaza la producción local muchas veces es importada, y al vender la tierra a los productores de la palma africana, se pierde la fuente oportuna y permanente de producir alimentos locales. En el escenario en que la implementación de la Política Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional es inviable, el bienestar económico de unos pocos continuará anteponiéndose al bienestar social de la mayoría de la población. Mientras se continúe impulsando industrias cuya competitividad se base en la explotación de mano de obra barata, y con ello persista la desigualdad en la distribución de la riqueza, la inseguridad alimentaria en la población de la FTN persistirá, y peor aún, se agudizará. Los habitantes de la región mesoamericana podemos hoy reflexionar en lo que Amartya Sen nos señala. La industria de la palma aparenta generar bienestar humano presente. Sin embargo, el problema social, y especialmente de inseguridad alimentaria que se está agudizando, tendrá serias implicaciones en el bienestar futuro. Peor aún si se reflexiona sobre el hecho que las personas más afectadas en el futuro, hoy en día sufren el flagelo de la pobreza y la desnutrición. Así, la falta de bienestar humano presente será castigada con un déficit futuro aún peor. Investigadora del área de Población, Ambiente y Desarrollo Rural de FLACSO, sede Guatemala Este artículo fue elaborado a partir de la investigación “El programa de la palma africana como política de seguridad alimentaria en Guatemala”, 2010, realizada en conjunto con Flor Castañeda. |