l anunciarse la visita del presidente Calderón a Washington, para entrevistarse con el presidente Obama, circuló con rapidez en México la especie de que el primero habría sido llamado a rendir cuentas después del asesinato de un funcionario estadunidense en San Luis Potosí. Se trataba de una interpretación desproporcionada y elemental, que poca relación guarda con las prácticas de la relación bilateral y con la propia manera de abordar sus cuestiones de Estado por parte del vecino imperial.
Uno podía, más bien, pensar que fue Calderón quien planteó la conveniencia de un cara a cara con Obama, una iniciativa rápidamente apoyada por la secretaria de Estado, Hillary Clinton, cuando hubo de darse cuenta en Guanajuato de que no había forma de homologar
su función y misión con las que le corresponden a la secretaria de Relaciones Exteriores mexicana. Además, la gravedad de los asuntos bilaterales, exacerbada por los acontecimientos de San Luis Potosí, por sí sola justificaba un examen de la relación en el nivel más alto.
Después de la visita, debería quedar claro que Obama no llamó
a Calderón a rendir cuenta alguna, pero lo que nadie se atreve a explicar es a qué fue éste al Potomac. No, deberíamos suponer, a pedir el pronto retiro del embajador Pascual con quien, dice la prensa, Calderón no quiere hablar. De ser ese el caso, todavía debe haber en la llamada cancillería mexicana quien ose explicarle a su presidente las varias y expeditas maneras de decirle adiós a un diplomático indeseable. No fue, deberíamos esperar, a explorar hamletianamente las varias alternativas
para proteger o para permitir a oficiales y policías americanos andar por el territorio nacional armados y con licencia para matar
. Esto, de ser el caso, no tiene otro espacio que el Congreso mexicano y, por las reacciones inmediatas que provocó la meditación calderoniana desde la ciudad de los cerezos, no parece tener mayor o mejor futuro. Debemos suponer, también, que de ello estaba impuesto el presidente Calderón antes de despegar rumbo a Estados Unidos y, de no ser así, podemos imaginar a su embajador, procurador o cancillera adelantar alguna humilde sugerencia sobre lo delicado de la cuestión y lo impropio de deliberar sobre ella en público de la gente y en inglés.
Tal vez, lo que Calderón quiso en su rauda incursión fue hacer valer su versión sobre México y su futuro, así como demostrar la debilidad o falsedad de los relatos que sobre la tierra azteca se tejen a diario en la academia y la prensa americanas e internacionales, bien alimentados por datos, estudios e interpretaciones que circulan en el país por la radio, la TV, la prensa escrita o el Internet, para no mencionar los mil y un coloquios de las universidades. Pero no tuvo éxito.
Por más que se busque edulcorar las estadísticas económicas y sociales en curso, o el propio Censo de 2010 recientemente dado a conocer, el veredicto es claro y contundente: a pesar de la evolución inercial de la sociedad y sus fuerzas productivas que documentan esas informaciones, la faz y los tejidos más íntimos de la nación están dañados y cruzados por cicatrices sociales profundas, que se unifican en una desigualdad inicua y una pobreza injustificable, dado el tamaño de la economía y la riqueza acumulada en casi un siglo de crecimiento, a pesar de las recientes y, estas sí, decenas trágicas del experimento globalizador neoliberal que no acaba de irse.
El estancamiento estabilizador se ha vuelto desestabilizador, porque ha mandado al desempleo, el subempleo y el inempleo a millones de jóvenes, en tanto que los que no lo son pero tienen que tratar de mantenerse en el mercado laboral, encaran perspectivas desalentadoras en cuanto a la seguridad y la retribución del empleo, cuando lo consiguen.
De esto y más podían haberle hablado a Calderón en el Wilson Center o la Brookings Institution, si en vez de hacer malos chistes sobre el embajador Pascual o los reportes académicos elementales, hubiese auspiciado un diálogo directo y franco con los estudiantes y estudiosos reunidos en su honor. La autocomplacencia alimentada en la ilusión lo impidió y Calderón vivió una versión posmoderna de la célebre película española Bienvenido mister Marshall: llegó al pueblo, lo cruzó cual saeta y no vio nada ni a nadie. Todo fue tránsito y polvo dejado atrás.