l sábado pasado la Cámara de Representantes de Estados Unidos rechazó, por voto mayoritario, la concesión de fondos para medidas de emergencia orientadas a combatir el tráfico de armas de fuego hacia México. Los legisladores se negaron, en concreto, a establecer una regulación que obligara a los comerciantes de armamento en los estados fronterizos con nuestro país a informar sobre compras de dos o más rifles de asalto por una misma persona.
Resulta inevitable relacionar esa decisión con las declaraciones alarmadas y alarmantes formuladas en semanas y días recientes por diversos funcionarios del país vecino acerca de la descontrolada violencia que sacude al territorio nacional. No han faltado, en tales declaraciones, la evocación de escenarios de intervención militar directa por parte de Washington en México, ni los regaños insolentes –tolerados, por desgracia, por las autoridades nacionales– tras el condenable ataque que sufrieron hace unos días, en la carretera que va de San Luis Potosí a Monterrey, dos integrantes del servicio estadunidense de Aduanas, uno de los cuales resultó muerto.
Resulta incoherente, por decir lo menos, que la cúpula política del país vecino se exaspere ante el auge, ciertamente estremecedor, del poder de fuego de las organizaciones criminales que operan en México y que no haga nada por impedir el armamentismo de esas mismas organizaciones.
No es éste el único ejemplo de la ambigüedad mostrada por Estados Unidos ante el baño de sangre, el descontrol y la disolución institucional que padece México. En este trágico escenario, otras claves del conflicto están en manos de Washington, por ejemplo, la falta de voluntad efectiva del gobierno estadunidense para frenar la demanda de drogas ilícitas. Otra es su empecinamiento en promover, al sur de la frontera binacional, soluciones de fuerza contra el narcotráfico que han probado su ineficacia y su condición de generadoras de violencia adicional y exponencial; la tercera es la tolerancia al lavado de dinero en los circuitos financieros de la economía estadunidense, a la cual ingresan anualmente decenas o cientos de miles de millones de dólares provenientes de las utilidades del trasiego de estupefacientes ilícitos.
Por lo que hace al tráfico de armas, es claro que la violencia en México constituye, por atroz que resulte, una excelente oportunidad de negocio para la industria armamentista del país vecino, y que la escalada de la delincuencia y la pérdida de control territorial por parte del gobierno federal representan, para los fabricantes y vendedores de armas de fuego, un mercado al que no están dispuestos a renunciar. A fin de cuentas, los muertos –más de 30 mil, en lo que va de la prersente administración– son, casi todos, mexicanos.
Desde esta perspectiva, acaso la incoherencia declarativa sea sólo aparente, y el recrudecimiento de la guerra
declarada por el actual gobierno mexicano represente un objetivo deseable para los intereses empresariales y geopolíticos de la superpotencia, la cual, en la era de Obama, mantiene hacia el exterior un comportamiento más bien característico del gobierno de George W. Bush.