a peor tragedia que pueda ocurrir para un pueblo indígena, mayor incluso que un desastre natural o la presencia de la delincuencia organizada, es que una corporación minera adquiera una concesión para explotar una mina en su territorio. Esta es precisamente la amenaza que se cierne sobre los pueblos indígenas del estado de Guerrero que forman parte de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC).
No han sido suficientes los esfuerzos de la CRAC por mantener en la Montaña y regiones de la Costa Chica un eficiente, reducativo y no corrupto sistema de administración de justicia, así como una de las incidencias de delito más bajas del país mediante una Policía Comunitaria que obedece el mandato de los pueblos de donde son originarios sus integrantes, a la par que ha salvaguardado su autonomía frente a intentos por cooptar y/o criminalizar a la organización. Ahora tiene que enfrentar una difícil lucha que se inició en noviembre pasado, cuando en sus oficinas de San Luis Acatlán, de la Costa Chica guerrerense, se presentaron tres personeros de la minera Hochschild, de capital británico, para notificarles
que durante los días subsecuentes un helicóptero al servicio de la empresa estaría realizando vuelos exploratorios por toda la zona a no más de 35 metros de altura.
Estos tres emisarios del apocalipsis se ampararon con la copia fotostática de un documento donde se afirma que esta corporación cuenta, desde el 21 de octubre 2010, con el permiso de las autoridades mexicanas
para realizar esas operaciones, avalado por una obsecuente y desconocida Dirección General de Geografía y Medio Ambiente del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).
Carlos A. Rodríguez Wallenius, investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, sustenta que las prácticas y marcos de actuación de las empresas mineras son fundamentales para entender el modelo de acumulación por desposesión, como un mecanismo de explotación del capital que se basa en la privatización de los bienes públicos y el despojo de recursos comunitarios
(Empresas mineras, apropiación territorial y resistencia campesina en México
, octavo Congreso Latinoamericano de Sociología Rural, Brasil, 2010). Este investigador sostiene que la contrarreforma salinista al artículo 27 constitucional y la Ley Agraria en 1992, los cambios sustanciales a la Ley Minera en 1993, así como la puesta en marcha del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994, permitieron abrir discrecionalmente el sector minero a las empresas extranjeras, otorgar preferencia a sus exploraciones, explotaciones y beneficios (¡que de manera inaudita se consideran de utilidad pública
!) sobre cualquier otro uso del suelo, incrementar la duración de las concesiones a 50 años y prestar todo tipo de facilidades en tiempo y forma
para adueñarse de grandes cantidades de hectáreas de territorio, literalmente robadas a las comunidades indígenas y campesinas del país, ¡en una superficie que constituye, además, 12 por ciento del territorio nacional!
En el ámbito mundial, los datos empíricos demuestran que las compañías mineras –como las que buscan apoderarse de más tierras indígenas en Guerrero– dejan una secuela de millones de toneladas de tierra y rocas removidas en extensas áreas de operación, con la consecuente destrucción del hábitat y deterioro del entorno social: contaminan ríos, presas y drenajes con sustancias venenosas o sumamente tóxicas; acaparan el agua; explotan a sus trabajadores y los exponen a condiciones de riesgo extremo; apoyan a regímenes antidemocráticos o gobiernos colaboracionistas –como el de México–, contratan incluso matones y grupos paramilitares para enfrentar a sus opositores y organizan poderosos grupos de presión
(llamados con el eufemismo anglicista de lobbies) que actúan en los parlamentos sobornando, comprando conciencias, hasta de congresistas de la izquierda institucionalizada, para que apoyen sus negocios en el país o proyectos que los benefician, como el del complejo hidroeléctrico de Belo Monte, en Brasil. Todo ello, a cambio de los escasísimos ingresos que reciben los pobladores de los territorios explotados (1.3 a 2.9 por ciento, entre rentas y apoyos, cuando los reciben), que llegan a ser convencidos para otorgar los permisos
con engaños, por la necesidad imperante y la corrupción de líderes
o caciques que se prestan para servir de amanuenses nativos de las corporaciones, en su mayoría canadienses (77 por ciento del total en México). Este factor es importante: la CRAC debe lograr la unidad de todos los pueblos, pues las mineras son expertas en provocar divisiones comunitarias y agravar conflictos agrarios para vencer voluntades y abrir los territorios a su acción destructiva. La única defensa frente a la amenaza minera es la organización, movilización y fortalecimiento de la autonomía de las comunidades indígenas-campesinas afectadas. No hay que esperar algún tipo de defensa o protección del gobierno mexicano en los diversos ámbitos de autoridad. Rompiendo récords en cuanto a apertura
a la inversión extranjera, México es tal vez el país en el mundo en donde es más fácil obtener una concesión minera. Es más, si en 90 días el Instituto Nacional de Ecología no responde a la solicitud de concesión con su informe de impacto ambiental, se da por otorgada la licencia. En comparación, en Estados Unidos y Canadá, los trámites de concesión tardan entre cinco y ocho años.
A 15 años de los acuerdos de San Andrés, la sociedad civil debe apoyar a los pueblos de la Montaña-Costa Chica de Guerrero y a la CRAC en su lucha contra la pretensión minera de apropiarse de su territorio, base material de las resistencias que debe ser defendida, reflejo de las aspiraciones de futuro de quienes viven con la naturaleza, y no a costa de ella.