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Toros
Plaza México: museo jurídico en tierra sin ley
 
Periódico La Jornada
Domingo 6 de febrero de 2011, p. a35

Como no podía ser de otra manera, la reventa impuso sus leyes desde el viernes, sobre todo ayer muy temprano, y colocó por las nubes los boletos para la celebración litúrgica y a la vez pagana del aniversario número 65 de la decrépita, viciosa, frívola, pueblerina, y sin embargo amada y entrañable Plaza México, juguete de los mandones de Europa y tumba de las figuras nativas que nunca serán.

Para cubrir los gastos de los dos simuladores extranjeros, que ayer accedieron a tentar vestidos de luces novillos impresentables de don Teofilito y Julio Regalado, el empresario Rafael Herrerías abrió las taquilllas, pero por la puerta de atrás, y legiones de audaces salieron en pos de villamelones y forasteros, cobrándoles hasta 10 veces el precio de cada asiento.

No hace mucho, un habilidoso empresario taurino del norte del país me explicó el mecanismo que se usa en casos como el de ayer para ganar a manos llenas. Quería contratar al Juli por 100 mil pesos, para una placita de trancas, pero no tenía un centavo. Se arregló con una embotelladora de cerveza y para permitirle que distribuyera sus productos en el coso, le exigió 25 mil pesos de anticipo.

Con ese dinero en la mano fue a ver al ex niño madrileño y le firmó el contrato. Luego habló con los revendedores, la plaza se llenó a tope –como la México ayer–, y la jugada, me dijo, le salió redonda: “El Juli cobró 100 mil pesos y yo otros tantos”.

No deja de ser paradójico esto: las plazas de toros son museos jurídicos donde se aplican leyes de otros siglos, pero en la vida real son agujeros donde no existe el estado de derecho: para auspiciar la fiesta, cuya derrama beneficia a líneas aéreas, taxistas, hoteles, mucamas, cantinas, restaurantes, chefs, meseros, proveedores y demás, las autoridades miran hacia otra parte.

Sin embargo, para cubrir los altísimos gastos de Ponce y Castella, Herrerías, aparte de todo lo anterior, tapizó el ruedo de flores, mismas que fueron retiradas luego de casi 30 minutos, tiempo que sirvió para que los anunciantes televisivos hicieran sonar la caja registradora del empresario, multiplicando sus comerciales e intercalándolos entre las inagotables, y a veces exasperantes, cataratas de palabras barrocas del siempre joven locutor, que por lo visto le tiene horror al silencio, o ignora que una faena televisada se disfruta mucho más si la poesía en movimiento que crean toro y torero, se desarrolla sin el molesto zumbido de una mosca retórica, obstinada en explicar lo inexplicable y en describir lo indescriptible.