l asunto de la desigualdad social reaparece de manera recurrente y cambiante, en la medida en que se va transformando el proceso de producción y la misma reproducción del capitalismo como sistema.
Hoy vuelve a plantearse en el marco de la crisis financiera y económica más reciente, de los conflictos provocados por la globalización y el modo en que se recompone el poder en los mercados. Esto ocurre en un entorno en el que se advierte la persistencia de las entidades nacionales, la manera en que fijan sus intereses individuales y colectivos y las disputas en que se enfrascan.
La revista The Economist ha propuesto un acercamiento al tema de la desigualdad bajo el título Los ricos y el resto
, que ya en sí mismo resulta llamativo. Durante más de una década la manera convencional de tratar el tema y de diseñar las políticas públicas fue considerar que la desigualdad era una situación menos relevante que el hecho de provocar el mejoramiento en condiciones de los más pobres. Esto lo ubica el semanario como el consenso de Davos, el de la elite política mundial.
Ahora parece haber un cambio en la perspectiva y se propone que las disparidades económicas son factor que repercute de manera adversa y extendida en los indicadores sociales. Además afecta la gestión económica y provoca desequilibrios en los mercados financieros y las finanzas públicas. Finalmente, sigue el señalamiento del semanario, la desigualdad pervierte el quehacer político, como indica la relación entre los grandes bancos y los gobiernos, tras la intervención para el salvamento, luego de la crisis de finales de 2008, esta sería la gran influencia de la elite plutocrática
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El dilema entre la redistribución del ingreso (o de la riqueza) y el crecimiento del producto es viejo y no se ha resuelto; las líneas de causalidad no son evidentes ni se ha evidenciado su operatividad. No obstante, en esos términos se define buena parte de la gestión que hacen los gobiernos y no únicamente en el campo de los presupuestos públicos, es decir, de dónde se recauda el dinero y en qué se usa, sino en el conjunto de las prácticas que inciden en la asignación y la apropiación general de los recursos. Ahí el problema de la desigualdad.
En ese terreno se ubican cuestiones tales como las regulaciones, las prácticas de la competencia, la asignación de concesiones para el uso de bienes o servicios definidos como propiedad del Estado, y toda una serie de medidas que configuran el espacio del mercado y sus expresión social en la forma de mayor o menor igualdad (oportunidades, capacidades, acceso). En México, estas manifestaciones son cotidianas.
Las medidas de la pobreza y la desigualdad son imperfectas y se generan, y luego se usan, a partir de la formación de ciertos consensos técnicos y políticos, por ejemplo, en torno de las organizaciones internacionales. Son aproximaciones que sólo pueden considerarse a partir de una aceptación de lo que representan y no más. Pero sobre ellas se establecen prácticas de gobierno y criterios de legislación, es decir, se configura en entorno social y político y una forma de operación de las relaciones económicas.
Para advertir lo que esto representa debe considerarse que incluso la medición y el significado de una variable agregada y de uso tan común como es el PIB está hoy ampliamente cuestionado como referencia útil para analizar una economía y fijar criterios de políticas públicas. Las cuentas nacionales resultan de una práctica muy inexacta; las medidas de la pobreza responden a criterios muy diversos y a fuentes de información imprecisas, los criterios que se usan para evaluar la dinámica de ese fenómeno complejo son cuestionables. Pero la desigualdad existe.
Recientemente se ha propuesto incluso considerar la felicidad como manera de apreciar las condiciones sociales. Pobres, pero felices, ha sido una de las conclusiones posibles de este enfoque. No es muy claro cómo se entrelazan consideraciones que parten de criterios objetivos, como las mediciones y el manejo estadístico de variables, y, por otro lado, las versiones subjetivas, que son la esencia misma de la felicidad, y todo eso para comprender los patrones de la práctica política y la administración de las cosas públicas. En este asunto de la felicidad me adhiero a la postura de Solón frente a Creso.
Buena parte del credo neoliberal ha sido la necesidad de destrabar el potencial de los ciudadanos y las empresas para generar mayor crecimiento. No es evidente que eso haya sido suficiente para provocar una tendencia sostenida hacia una mayor igualdad y cohesión sociales. Tampoco una mayor eficiencia general del modo de hacer las cosas.
Es pronto también para prever el arreglo que habrá en el escenario internacional tras el reacomodo económico y político, luego de la crisis y con actores nuevos y poderosos en la disputa por el poder y su efecto en las estructuras sociales a escala nacional y mundial. El caso de China se ha ubicado de manera especial en este proceso y muestra las contradicciones permanentes entre las posibilidades de la expansión productiva, el poderío financiero y la rigidez social en que se incrusta la desigualdad.