Opinión
Ver día anteriorDomingo 23 de enero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Propiedad de un sueño
U

no de los primeros días del año una amiga me escribió para preguntarme cómo estaba mi mamá, porque la había soñado. Me conmovió sentir lo buena amiga que era, pues qué compenetrada conmigo no estaría que soñaba con mi mamá. Animada por esta intimidad tan desinteresada e inesperadamente compartida me sentí en confianza de pedirle que, si lo recordaba, me contara su sueño, o por lo menos la atmósfera que le hubiera dejado.

¿Y qué soñó?, me preguntó esa tarde mi mamá, cuando le comenté que aquella amiga mía la había soñado la víspera. En mis visitas, aparte de acompañarla un rato, más que sólo pretender entretenerla me propongo hacerla ejercitar la memoria, cuando no intentar interesarla de nuevo en la vida y su insistencia. Le había contado de mi amiga, que la recordaba tanto que la soñaba. Yo también la recuerdo, sonrió. Como lo de haber sido soñada por, hasta cierto punto, una extraña, la sorprendió al grado de hacerla levantar la vista, gesto notable ahora que mantiene permanentemente hundida en el pecho la barbilla, temí que ella también, pues supongo que si me sucedió a mí le habrá sucedido a mi amiga, hubiera percibido en la poco usual situación de protagonizar un sueño ajeno, la más temida o la más esperada de las premoniciones.

Nos encontrábamos en el jardín de mi casa. Mi amiga me pedía ayuda para interpretar un mapa. Yo le contestaba que era tan desorientada como ella, por lo que le aconsejaba que mejor le preguntara a mi madre que, adormilada en su silla de ruedas, tomaba el sol a nuestro lado. Con todo respeto (ella escribió con temor reverencial), la soñadora se acercó entonces a mi mamá. Y cuando mi mamá desenrollaba el mapa con el fin de orientar a mi amiga en su búsqueda, ocurría que de los pliegues y dobleces de la cartografía, lo que salía no era ninguna ruta, con sus sentidos, contrasentidos y sinsentidos, sino una bandada de pájaros que por lo visto habían estado sujetados y que, al saberse libres, salían al aire volando.

Tras leer este registro onírico tan impresionante tardé unos minutos en recuperar el control de mis emociones antes de agradecer a mi amiga –¿agradecerle qué, su percepción, su intuición? O la confianza de haberme hecho partícipe de semejante alumbramiento. Porque me atreví a interpretarlo. Además de poeta, además de intérprete y traductora de poesía y de poetas, la amiga de la que hablo fue huérfana de madre desde la pubertad, y con su sueño lo que hacía era propiciar que mi progenitora dejara volar a las aves enjauladas que somos sus hijos, o al menos los que seguimos acogidos a la palma de su mano, acurrucados, abrevando, incapaces de volar, atrapados sin salida.

Deseosa de ser aprobada en mi explicación, consulté al especialista. Pero él fue lacónico y tajante al advertir que el sueño era de mi amiga, no mío, de modo que mi interpretación no era más que la respuesta de una escritora a una poeta, o en otras palabras un producto de la fantasía y de la imaginación de dos amigas perdidas y completamente fuera de la realidad. Ahora bien, se expandió, si lo que yo quería era averiguar por qué se me había ocurrido entender el sueño de mi amiga como lo entendí y no de otra manera cualquiera, entonces lo que debía hacer era empezar por identificarme yo bajo su mirada y desenrollar a sus pies con humildad mi autobiografía, para que él, oráculo autorizado, la interpretara.

Pero ése no era mi interés. Quería saber si le contaba el sueño de mi amiga a mi mamá o si más bien trataba de olvidarlo, como uno debe procurar olvidar la expresión monstruosa y aterrada que le devuelve el espejo.

Tampoco sabía si debía contar con la autorización de mi amiga para orientar mi vida a partir de su sueño, aunque de lo que estaba segura era de que el sueño de mi amiga había develado mi secreto. Si ya era público, puesto que ya estaba recogido en lenguaje escrito, era un hecho que yo no podía seguir escondiendo quién soy ni qué me determina, ni si, sexagenaria, tengo salida o ya estoy más que condenada a la inanidad y la inamovilidad absolutas.

Un par de días despuéés de estos hechos inmateriales pero, para mí, esclarecedores, la cuidadora de noche me contó que mi mamá, dormida, en la madrugada había hablado entre sueños y que me ordenaba o me imploraba a mí que no me fuera. En la oscuridad, repetidas veces pronunciaba mi nombre y me decía: No te vayas.