n medio del remolino de noticias truculentas y alarmantes que nos abruma, una buena es una bocanada de aire fresco que renueva la fe en nuestra nación y su futuro. Me refiero a la información que el jueves pasado proporcionó La Jornada, en nota de la reportera Gabriela Romero Sánchez: se concluyó la digitalización de 27 millones –nada menos– de actas del Registro Civil; todas, desde su fundación, hace 150 años, a nuestros días.
Otras entidades, como Colima –estado pequeño y con población reducida–, ya había logrado hace algunos años digitalizar su servicio de actas del Registro Civil, pero que en la ciudad capital la más grande y poblada del país se haya concluido esta enorme labor debe ser motivo de orgullo para los capitalinos.
El Registro Civil tiene a cargo asentar en forma indubitable hechos de la vida de las personas y cuidar que esos datos –los actuales y los históricos– queden debidamente resguardados y al alcance de quien quiera o deba consultarlos.
Una reforma al Código Civil de enero de 2004 y un nuevo reglamento de entonces obligaron a resguardar las inscripciones por medios informáticos, en una base de datos que permitiera simultáneamente su conservación en un sistema moderno y la certeza de su autenticidad. Desde ese año se inició la labor y en el gobierno anterior –encabezado por López Obrador– se lograron avances significativos. Hoy se tienen ya digitalizadas todas las actas del Registro Civil, desde que se implantó con Las Leyes de Reforma, a mediados del siglo XIX, hasta el día de hoy.
La historia de esta institución corre paralela a la de lo que en la Edad Media se llamaba la Guerra de las Investiduras; la competencia entre los dos poderes civil y eclesiástico, que en México se definió en favor del estado precisamente cuando se secularizó el Registro Civil y el servicio quedó en manos de funcionarios públicos, y no como sucedía bajo el control de los sacerdotes de la Iglesia católica.
En la antigüedad no se llevaban registros de los actos de la vida de las personas; fue el largo Concilio de Trento, de 1545 a 1563, el que confió a los párrocos el cuidado y custodia de los registros de bautizos y por tanto nacimientos, muertes y matrimonios de los feligreses.
En Europa, durante la Revolución Francesa la República que nacía se sacudió la tutela eclesiástica y confió a las autoridades municipales de Francia la secularización de los antiguos registros parroquiales. La novedad, se extendió rápidamente por ese continente y en América a partir de la independencia de nuestros estados nacionales.
Dos datos son muy importantes. Uno, que la Consejería Jurídica del Distrito Federal señaló, es que en 200 computadoras en varios turnos, capturistas trabajaron las 24 horas del día para concluir la labor exigida por el Código Civil, que comprende no sólo todos los datos del estado civil de la población de la ciudad de México, sino también los que tienen lugar en los consulados, en las Islas Marías y en las delegaciones del Distrito Federal.
El otro dato digno de mención se refiere al trabajo que se llevó a cabo para lograr la meta propuesta. Se hizo con un software propiedad del Gobierno de la ciudad, con personal de la Dirección del Registro Civil, y por tanto, sin tener que pagar licencias, actualizaciones o asesorías externas a ninguna trasnacional o empresa intermediaria; es decir, el Estado cumplió con su mandato, sin relegarlo a particulares.
Imagino esta labor en un gobierno de derecha: los contribuyentes ya estaríamos pagando altísimas sumas a empresas extranjeras para que llevaran a cabo, con criterios privados, una función pública. Seguramente se cubrirían derechos por usar programas, y honorarios a especialistas y técnicos, marcas, franquicias y otras formas modernas de pagar tributos al extranjero.
La labor atinada –y es un ejemplo a seguir– estuvo a cargo de personal nuestro, bajo la responsabilidad del director del Registro Civil, Hegel Cortés, quien cumplió bien su deber. Una buena noticia entre tantas malas.