a visita que realizará a nuestro país la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, adquiere, en la hora presente, un significado distinto al de un simple encuentro para estrechar la relación estratégica entre ambas naciones y profundizar la cooperación bilateral
, particularmente en el tema de la seguridad, como lo expresó la Secretaría de Relaciones Exteriores en un comunicado. Ese significado se descubre con lo expresado ayer mismo en Washington por el vocero del Departamento de Estado, Philip Crowley, sobre la violencia por la que atraviesa nuestro país y sus implicaciones para Estados Unidos: en rueda de prensa, el funcionario describió tal circunstancia como una amenaza para la seguridad nacional
de aquel Estado, y es inevitable cuestionarse si esa afirmación tiene en efecto el reconocimiento de una necesidad de cooperar
o si forma parte, en cambio, de un inaceptable designio injerencista.
Por principio de cuentas, el hecho de que Washington coloque la violencia derivada del combate a las drogas y a la delincuencia en territorio mexicano como una amenaza para su seguridad nacional implica una clara muestra de doble moral. Ese fenómeno, cabe recordarlo, es el saldo que México ha debido pagar como consecuencia de una guerra que le es esencialmente ajena y que se gesta, por un lado, en la producción, el comercio de armas y la insaciable demanda de drogas en territorio estadunidense y, por otro, en las políticas de prohibición y combate frontal a la producción y el trasiego de narcóticos, que Washington ha logrado imponer en diversos países de la región con el apoyo de autoridades nacionales claudicantes: así lo hizo desde principios de la década pasada en Colombia, con la implementación del desastroso plan del mismo nombre, y ese paradigma ha sido reproducido en nuestro país, con variantes mayores o menores, mediante la suscripción de la denominada Iniciativa Mérida.
Al día de hoy, la potencia vecina no sólo es el principal mercado de drogas en el mundo, por el elevado consumo de estupefacientes ilegales entre su población, sino, sobre todo, porque su gobierno muy poco hace por evitar que éstos ingresen y se distribuyan en territorio estadunidense. Esta falta de voluntad y de acción hace inevitable que surjan sospechas en torno de un afán de Washington por mantener inestabilidad en naciones como la nuestra, a fin de tener coartadas para el intervencionismo y la vulneración de soberanías nacionales.
En el caso de nuestro país, esa perspectiva es particularmente preocupante, pues el gobierno mexicano ha hecho, en los últimos años y con el pretexto de la lucha contra el narcotráfico, concesiones inaceptables al estadunidense en materia de soberanía, algunas de las cuales se han producido en el marco de la referida Iniciativa Mérida, como la cláusula que implica permitir que ese país certifique al nuestro en ámbitos particulares, como el de los derechos humanos.
Hoy, sin embargo, ante la persistencia de Washington en su inacción por adoptar medidas para combatir el narcotráfico dentro de su propio territorio, y ante señalamientos como los formulados por el portavoz del Departamento de Estado, se asiste al riesgo de que la política de seguridad vigente no sólo conduzca al Estado mexicano a la claudicación de su tarea principal –la de garantizar la vida de las personas–, sino de que sea el vehículo para vulneraciones mayúsculas a la soberanía nacional.