as sociedades a lo largo del tiempo muestran similares maneras de actuar y de pensar. Con frecuencia dibujan formaciones circulares. En ocasiones diversas, separadas hasta por centurias, sus patrones de conducta e incluso sus compulsiones se parecen, unas a otras, como gotas de agua. Las melancolías, fobias o dependencias, que enraízan y modelan sus aspiraciones, arrojan logros y fracasos de angustiantes reflejos. El caso mexicano es claro ejemplo de esas continuidades que fluyen, sin interrupciones, entre diversos cortes de tiempo separados entre sí hasta por un siglo completo. A lo largo de dilatadas décadas los parecidos brotan de manera por demás sorprendente. No hay disparidades y menos aún contradicciones entre los pensares y sentires de unos y de los otros. Al contrario, reflejan un consistente retrato de parecidos que se sobreimponen como rutinarias escenas fotográficas.
Así, las descripciones del periodista John Reed (suplemento Ojarasca virtual), observador y también actor durante la Revolución, nos prestan, para este motivo de análisis, imágenes y razones sorprendentes en sus identidades. Sus escritos durante los duros tiempos de la revolución tocan fibras íntimas del ser nacional. En los envíos a su diario brotan a borbotones las preconcepciones, los mitos y las maniobras que, entre los bastidores del poder, ejecutan sus coterráneos para satisfacer sus ambiciones o defender sus intereses, ya masivos desde principios del siglo XX. Reed, reportero de la crucial revista neoyorquina The Masses, al ejercer su profesión con intenso realismo, penetra hasta la blanda médula del espíritu de aquellos aguerridos mexicanos que vivieron ese convulso momento de la historia. En ellos Reed habla de la valentía de los revolucionarios de abajo. Los llega a catalogar como los mejores soldados del mundo. Los ve y sabe honrados, generosos, atentos, dispuestos a dar hasta lo muy poco que tienen. Disiente Reed de la creencia, bien extendida en su país de origen, de que los mexicanos eran (son) amantes de la violencia, destructores, sucios, incapaces de perseguir el bien colectivo. En su lugar, Reed afirma lo que su contacto directo le puso delante de su atenta mirada: mexicanos que, abandonando todo, ansiaban una paz digna. Su motivo central para entrarle a la bola era la clara conciencia de pelear por la tierra, condensadora de sus aspiraciones de vida productiva.
Los gobiernos de éste y de otros pueblos, en cambio, emprenden rutas diversas de sus gobernados. No son pocas las ocasiones en que, incluso, quedan en opuestas posiciones. Las concurrencias en sus maneras y formas de responder a las pulsiones populares son, por lo general, muy escasas. Cuando ambas instancias, sociedad y gobiernos son enfocadas desde la panorámica histórica su desempeño traza giros reveladores de propósitos divergentes que se suceden con ominosa frecuencia. La más de las veces se enroscan en necios círculos que buscan prolongar, hasta el infinito si pudieran, sus usuales patrones de operación. No hay, en sus motivaciones y pretensiones, valores y métodos de actuar que atiendan a sus sociedades respectivas. Discurren por senderos que se vuelven rituales vacíos de sustancia y nula correspondencia con las necesidades populares que, continuamente, dicen perseguir. Usan, los gobiernos, todos y cada uno de los recursos a su alcance para acomodar, con holgura inusitada, las propias y personales ambiciones de sus dirigentes y socios afines. Las disfrazan, eso sí, con toda la retórica de un discurso plagado de trampas y mentiras para perpetuarse en el poder. En circunstancias de alarma o peligro para su continuidad no titubean en utilizar métodos ilegales con crudo cinismo. Pueden, con más persistencia que lo deseable, trasmutarse en tiranos ajenos a todo valor democrático. Sólo les mueven sus propias compulsiones de riqueza y mando.
Ese es el panorama que, también, surge de los escritos de Reed al dirigirse al régimen de Porfirio Díaz. Lo califica de ser el último en lograr crecimiento efectivo entre las naciones sudamericanas de esos turbios días. Los empresarios extranjeros (Smelting & Co) argumentaban no pagar mejor porque sus empleados no podrían gastar sus salarios. Recibían, los inversionistas, toda clase de apoyos y permisos por demás indebidos. La elite terrateniente podía extenderse sin cortapisa alguna, la ley estaba diseñada para su beneficio. La ignorancia era el cemento de las manipulaciones y los engaños. El tráfico de influencias era constante en los pasillos de palacio, afirma Reed. La plutocracia porfirista era un enclave cerrado, aristocratizante, atrasada pero, en número al menos, más extensa que la actual. Las discrepancias entre las sociedades y sus gobiernos pueden, bajo estas circunstancias extremas, ocasionar serias rupturas en el cuerpo de una nación.
Tales rupturas suceden de vez en cuando y sus raíces son profundas y de difícil apreciación. Sólo unos cuantos individuos tienen la capacidad, honestidad y valentía para escudriñar las causas que las preceden. Otros incluso llegan a predecir las rutas que seguirán. En su peregrinar encuentran ese estrato de conciencia que exige el cambio. En la actualidad mexicana no se entiende cómo es posible que no haya ocurrido una gran explosión social de consecuencias catastróficas. Las condiciones, bien se sabe, están puestas sobre el territorio y encajadas en la miseria, la explotación inmisericorde y la falta de horizontes de las mayorías. Hay, sin embargo, quienes afirman que tal ruptura ya se está dando, sólo que en formas aisladas, locales. La integran numerosos quiebres de distinta índole, pero todos llevan marcas de violencia colectiva e incomprensión por parte de las autoridades. Sólo la manipulación continua atempera o desvía la acumulación de energía que intenta salir a flote.