ndrei Filipov (Alexei Guskow), célebre conductor de orquesta, víctima de una purga antisemita en la Unión Soviética de Leonid Brezhnev, quedó a tal punto marginado que su trabajo se redujo a ser portero en las mismas instalaciones donde alguna vez fue estrella.
Sus colegas músicos, muchos de ellos judíos, a quienes contrató para interpretar a Chaikovski en la Orquesta del Bolshoi, corrieron una suerte parecida y se volvieron conductores de taxi, bohemios empobrecidos, o simples parias sociales en la Rusia neoliberal del nuevo milenio. Por un azar, un fax dirigido al director de la célebre compañía es interceptado por Andrei, quien al enterarse de que un empresario francés (François Berléand) solicita que el Bolshoi remplace en el Teatro del Châtelet a la Filarmónica de Los Ángeles que ha cancelado un concierto, decide ocultar la información y tomar cartas en el asunto.
El director rumano Radu Mihaileanu ensaya aquí de nueva cuenta la fábula moral de las suplantaciones de identidad que tanto éxito tuvo en su cinta El tren de la vida (1998), donde un grupo de judíos se hacía pasar por oficiales nazis y en un falso ferrocarril de deportación intentaba llegar a Palestina. El tono de El gran concierto es más lúdico y desaforado que el de aquella cinta. El director de orquesta Andrei consigue reunir a sus antiguos camaradas, los convence de que una nueva oportunidad artística es aún posible, se procura en el mercado negro pasaportes e instrumentos musicales, seduce a un antiguo adversario comunista suyo, habilidoso productor artístico, y logra llegar a París acompañado de su caótica orquesta de veteranos maltrechos.
La farsa política de Mihaileanu funciona bien a pesar de su repertorio de clichés culturales y figuras caricaturescas. Se trata de una de las visiones de conjunto más abiertamente críticas de lo que fue el totalitarismo soviético en el terreno de la cultura. Una triste estrategia de la dictadura –cuando la mazmorra o el exilio eran insuficientes– fue humillar o envilecer a los artistas disidentes, o a quienes juzgaba tales, hasta convertirlos en seres amargados y sin ilusiones, negandoles toda dignidad humana. Su claudicación moral era la peor y más larga de todas las condenas. La fábula de El gran concierto propone la revancha magistral de los largamente silenciados. Que esto suceda aquí con la relaboración de los viejos esquemas de la formidable Ninotchka (1941), de Ernst Lubitsch (sin la elegante sutileza del director austriaco y con un pesado sentimentalismo), no le resta vigor y eficacia al vertiginoso relato de músicos rusos, cosacos amantes del alcohol y la juerga prolongada, invadiendo las calles de un París que asiste atónito y divertido a la catarsis colectiva. Hay en la cinta comentarios incisivos sobre la soledad de los viejos militantes comunistas en una sociedad globalizada sin paciencia para los ideales y los amaneceres radiantes. Hay también una mirada irónica a la persistencia de los vicios burocráticos en el esforzado y rústico neoliberalismo eslavo. Nada, o muy poco, escapa a esta sátira de Mihaileanu que elige la comedia tosca y la sacarina emocional para volver más accesible y menos metafórica su enjundiosa invectiva contra la censura totalitaria.
Una larga secuencia en la que se escucha un concierto para violín y orquesta de Chaikovski muestra de modo elocuente la capacidad del cineasta rumano para entrelazar y compendiar su propuesta narrativa y sus tiempos contrastados, acrecentando el interés del espectador por la resolución de la trama y su gusto por la música. El nuevo cine rumano se muestra capaz de transitar del humor áspero, casi desesperado, de La muerte del señor Lazarescu (2005), de Cristi Puiu, a la farsa satírica que ofrece aquí Radu Mihaileanu, sin perder un ápice de vigor crítico en la maliciosa remembranza de la época dorada de ese poder absoluto que hoy exhibe, para la revanchista diversión de los supervivientes, cada uno de sus viejos delirios y, en un desfile burlesco, todas sus miserias.