Niño yanomami, río Toototobi, Brasil. Foto: Victor Engelbert
Guatemala
Veinte indios muertos
en un accidente: una reflexión
María del Carmen Culajay
El accidente de un camión, en diciembre pasado, con saldo de alrededor de 20 muertos, pone al descubierto la verdadera situación de los pueblos mayas. Más allá de un cierto cambio superficial, más impulsado por los organismos internacionales de cooperación que por transformaciones reales en su situación económica, política y social de base, los pueblos mayas siguen siendo la mano de obra barata del país, tratados no muy distinto que el ganado, constituyéndose en noticia sólo ante este tipo de hechos luctuosos.
Si habláramos de mozos llevados a los cortes de café o de caña de azúcar en camiones desde remotas comunidades en zonas alejadas, que viven luego en condiciones pésimas durante la época de cosecha, mal pagados pero bien controlados, en condiciones de semiesclavitud, podría pensarse que hablamos de fines del siglo xix. En plena era de las tecnologías de la información y la computación, de la robotización del trabajo, del avance de conquistas laborales y sociales (jornada laboral de ocho horas diarias, régimen de jubilación, seguros de salud), en nuestro Macondo guatemalteco vivimos situaciones de explotación e inequidad impensables, más que los que podría mostrarnos una película.
El domingo por la noche cayó un camión con 80 personas que eran transportadas como ganado a cortar café a la Finca El Faro desde comunidades de Alta Verapaz. No es la primera vez que eso sucede. ¿Será la última? Ello deja ver el grado de explotación y semiesclavitud en que realmente viven muchos de nuestros hermanos del interior, de la montaña, que apenas hablan español, o no lo hablan, y para quienes mil quetzales en efectivo representa una pequeña fortuna. Esos alrededor de 20 muertos son consecuencia de ese régimen casi feudal que sigue imperando en buena parte de las fincas de Guatemala, donde aún no es infrecuente el derecho del patrón de “la primera noche” (derecho de pernada) y donde, como dice la ranchera, “la vida no vale nada”.
Ahora bien: los muertos, y los que se salvaron del accidente pero también son víctimas de condiciones degradantes, son todos mayas. Esa situación de explotación es lo que define el ser maya: mano de obra barata, no calificada, no sindicalizada y maltratada históricamente para los trabajos estacionales de las fincas de la Costa Sur (fundamentalmente los varones), y mano de obra barata para las casas de familia de las ciudades, las “chachas”, las “inditas”. Eso no cambia.
Hoy día, en buena medida como producto de la Firma de los Acuerdos de Paz que ya se ven tan lejanos en el tiempo, los pueblos tradicionales han cambiado un poco su situación histórica. ¿Qué cambió en realidad? Su situación de base, no. Los pobres y excluidos del interior del país, sin tierra, sin educación, y que además son “indios”, siguen siendo lo de siempre en la escala social, en el reparto de poderes.
Cambió (un poco) el discurso políticamente correcto sobre lo maya. Aunque eso no alcanza para decir que cambió su estatus social. Hoy día se ha puesto de moda el tema indígena: se habla del asunto, se fustigan ciertas expresiones denigrantes; incluso hay una mayor presencia de personas mayas en algunos (poquísimos) puestos directivos, siempre secundarios. Lo que sí se ha producido es toda una ¿moda? que presenta lo maya como algo digerible por los poderes, más bien revitalizando raíces culturales y promoviendo el aspecto espiritual. Pero eso no es lo que verdaderamente puede mejorar a los pueblos mayas. ¿De qué sirve una publicación bien hecha, lujosa, sobre las tradiciones ancestrales de los pueblos mayas, si en la realidad cotidiana siguen siendo la mano de obra barata? ¿Por qué no se hace algo por esto? Ahí está lo que verdaderamente se debe atacar si hablamos de cambio, y no tanto invocar al Corazón del Cielo y de la Tierra y quemar incienso.
Hacer ceremonias religiosas y tener guías espirituales “debidamente autorizados” por los poderes (los curas ya no matan indios), ¿qué aporta eso como beneficio a los explotados de siempre, a los “tishudos”, a los “indios jashtos”, a las “choleras” con quien frecuentemente debutan los varones jóvenes de las casas de clase media y alta? ¿Qué aporta, si las condiciones de vida reales no se transforman?
Hay toda una burocracia intelectual maya (muy pequeña, pero suficiente para mover el aparato necesario), que se encarga de levantar estas banderas de lo políticamente correcto. Ahora bien: estos hermanos mayas, ¿por qué no pelean de verdad y denuncian lo del camión de ayer, por ejemplo? Hablar de la cruz maya, de una reconstruida espiritualidad de dudosa procedencia y fomentar el culto a cualquier deidad con altares propicios y quema de pom, ¿es el cambio que realmente necesitan los pobres de la montaña tratados como animales?
Ese cambio en ciernes, políticamente correcto, suena a complot silencioso entre esas burocracias intelectuales con nombre maya (que no viven en las comunidades, acostumbradas a los hoteles cinco estrellas y al aire acondicionado) y a las agencias de cooperación que levantaron ese aparato en estos últimos años.
Valga decir que el grupo maya más verdadera y funcionalmente organizado es el de los empresarios mayas. En ningún modo se está diciendo que tanta ong de cuño maya que hay por ahí viviendo de la cooperación internacional sea puro impostor. Pero de ahí a creer que fomentando ceremonias religiosas o haciendo invocaciones al Ajaw cada vez que se inicia un acto protocolario (en un hotel cinco estrellas con aire acondicionado) se está liberando a los pueblos oprimidos por cinco siglos de coloniaje, hay un enorme trecho.
Hay que reivindicar a los trabajadores pobres y sin tierra del campo, que en su enorme mayoría son mayas, y que no se liberarán de nada con ceremonias religiosas. Hacernos creer que con unos cuantos guías espirituales remozados y llamando a la multiculturalidad se acaba el problema de la explotación de la que somos víctimas desde hace 500 años, amarrada a un racismo visceral que define la historia del país y condena a una enorme mayoría a ser “inditos atrasados”, creer que con un güipil decorando una celebración por aquí o por allá cambian de verdad las cosas, o hay ingenuidad, o algo peor: hipocresía. Hablar del racismo es denunciar la explotación económica de la sociedad semifeudal en que vivimos.
Revista electrónica Albedrío (www.albedrio.org), 15 de diciembre, 2010