Miércoles 12 de enero de 2011, p. 5
He buscado la duda en todas las artes y no la he encontrado más que camuflada, furtiva, huida en los entreactos de la inspiración, surgida del relajamiento del impulso; pero he renunciado a buscarla, incluso bajo esa forma, en música; ahí no podría florecer: ignorando la ironía, la música procede no de las malicias del intelecto, sino de los matices tiernos o vehementes de la ingenuidad, estupidez de lo sublime, y reflexión de lo infinito (...) como el rasgo de ingenio no tiene equivalente sonoro, es denigrar a un músico llamarle inteligente. Este atributo le disminuye y no tiene lugar en esa cosmogonía lánguida donde, a modo de dios ciego, improvisa universos. Si fuera consciente de su don, de su genio, sucumbiría al orgullo; pero es irresponsable, nacido en el oráculo, no puede comprenderse a sí mismo. A los estériles toca interpretarla: él no es crítico, como Dios no es teólogo.
Caso límite de irrealidad y de absoluto, ficción infinitamente real, mentira más verdadera que el mundo, la música pierde sus prestigios en cuanto, secos o morosos, nos disociamos de la Creación y el mismo Bach nos parece un rumor insípido; es el punto extremo de nuestra no-participación en las cosas, de nuestra frialdad y de nuestra decadencia. ¡Reír socarronamente en medio de lo sublime, triunfo sardónico del principio subjetivo, que nos emparienta con el diablo! Quien ya no tiene lágrimas para la música, quien ya no vive más que del recuerdo de las que vertió, está perdido: la estéril clarividencia dio buena cuenta del éxtasis del que surgían mundos…
Breviario de podredumbre
Taurus de bolsillo