irada a través del opaco cristal del pasado mesoamericano, tan ahumado, manoseado y cascado que apenas transparenta algo (ya ves cómo batallan tus arqueólogos), eres la más nueva de las ciudades antiguas. Cuando llegó Hernán Cortés, tu primer y definitivo destructor, el único que ha podido conquistarte, eras una jovenzuela de menos de 200 años. Lo del invasor fue engatusarte, desarmarte, demolerte piedra por piedra, violarte y ponerte encima sus palacios y templos. Tú, la Chingada, seducida y abandonada, en preñez constante.
Octavio Paz, uno de tus poetas (has tenido muchos), nacido en Mixcoac, te leyó bien y de paso indagó lo mexicano
con imaginación y mejores frutos que Samuel Ramos. A pesar de su inevitable envejecimiento por la actualización de los complejos que vapulea, hoy nos dice más El laberinto de la soledad (1950, revisado en 1959) que El perfil del hombre y la cultura en México (1934), ante todo, porque Paz entendió aquella violación traumática y refundadora, ya retratada mas no explicada en ciertos murales de José Clemente Orozco.
Tu penúltimo rey (para fines prácticos el último) era un águila que cae. Luego de su caída, que fue la tuya, comenzó la monstruosa metamorfosis de los nuevos siglos, que mira cómo te tiene ahora.
Eras islas y riberas, un portentoso lago-mundo. El conquistador empezó por ponerle barreras al agua y piedras a las piedras. La multiplicación de vientres cargados lo llevó a convertir tus aguas en suelo que pisar. Tus calzadas dejaron de ser puentes, se anegaron y fue tu herencia una red de coladeras.
Tus gobernantes modernos, especialmente los señores Hank González y Ebrard Casaubon, han fincado su poderío, o proyección política
, en derribarte los últimos árboles, abatir tus parques, abrir paso al pavimento y su majestad el carro con prepotencia de virreyes, regentes, empresarios constructores.
A causa de tu excepción lacustre y tu ubicación mítica y geográfica, naciste con vocación de centro y te saliste con la tuya. Las periferias se te alejan sin dejarte: concéntrica, egocéntrica, magnética, eres la única ciudad de México, donde no importa dónde nacimos. Una vez en ti, somos tuyos y nos perteneces. No hay tal cosa como el auténtico chilango
. Decenas de lenguas indígenas se intercalan en tu castellano uniforme pero fértil en particularidades cambiantes.
Los norteños, por ejemplo, regionalistas y tan desdeñosos contigo, nada más llegan a ti los adoptas, madre ilimitada y sumamente irresponsable pues los abandonas a su suerte, igual que al resto de tu prole. Fue así que Paz vio al mexicano
solo y su alma, de espaldas al pasado, como el ángel de la historia de Paul Klee, según Walter Benjamin.
Los revolucionarios de guerras, cuyos centenarios acabamos de mal conmemorar, teniéndote en un puño se resistieron a ocuparte. Ni Hidalgo, ni Villa, ni Zapata. Algo te hace irreductible. Una vez poseída por el fuego y el falo cortesiano, ya nunca más te cogerían por sorpresa. Toleraste con cinismo y concha a los dictadores; cuando te conviene sabes ser bien puta.
Y cuando te tantearon estadunidenses y franceses (gringos y gabachos los llamaste respectivamente), salieron impotentes para permanecer. Resbaladiza, más que heroica, es tu manera de practicar el heroísmo: con maña más que fuerza.
Tu perpetuidad consiste en ser transitoria. Tal vez te estimas menos de lo que debieras. Te menosprecias con un dejo de inseguridad y falsa modestia, o modestia herida, siempre evasiva, lista al chistorete, el albur, la carrilla, a bajarle la crema a tus tacos.
Ha de ser por eso que te dejas construir y destruir las veces que sean. Iglesias, chinampas, mercados, cementerios, monstruos viales, lagos hechos lodo hechos suelo, puerco lago de polvo y fierro. La humillación del humo, la irritación en los ojos, las paulatinas dosis de veneno en el agua que cae del cielo amarillo.
Abnegada como las madres que te pueblan, sacrificadas, que aceptan los caprichos de sus hijos, legítimos, bastardos o adoptados, todos abusivos. Amante de tus hombres en un grado de aceptación que raya en el absurdo.
Siete son tus siglos, ciudad de agua, derrocada, barroca, reventada. La vocación de multitudes la traes de origen, naciste para ser grande, te familiarizas con cuentas de millones. Los miles, o cientos de miles, son peccata minuta. Hasta las aves son adictas a tu valle, aunque les cuesta la vida. En un principio fueron águilas-serpiente, hoy quedan las especies resistentes: sanates, gorriones, palomas, colibríes guerreros.
Renaces siempre de inundaciones, epidemias, erupciones, revoluciones, temblores, catástrofes suspendidas en el último minuto. Te acostumbraron a perdonarte la vida. No queda uno sólo de tus ríos, los pavimentaron y son calle: Magdalena, La Piedad, Consulado, Churubusco. Otro de tus meros poetas, José Emilio Pacheco, lleva décadas desahuciándote. Vividora de tu fama de caníbal perpetua, nos sobrevivirás a todos y te da risa.