s evidente que la decisión de imponer de un día para otro y sin discusión previa con las organizaciones sociales el mayor aumento del precio de los combustibles en toda la historia boliviana fue adoptada con mucha antelación por el núcleo duro
del gabinete de Evo Morales. El momento elegido para anunciarla –un viaje de Evo a Venezuela para dar ayuda solidaria a los damnificados por las inundaciones– quizás lo fue para dejar al presidente, en la medida de lo posible, al margen del inevitable repudio que dicha medida seguramente se preveía que provocaría. Aunque Evo anuló lo que la gente malignamente llamó gasolinerazo, es corresponsable del mismo y en un primer momento salió a defenderlo con medidas y argumentos que irritaron aún más a las víctimas del decreto (concediendo, por ejemplo, un aumento compensatorio de 20 por ciento a policías, militares, maestros –que están sindicalizados– y funcionarios, que apareció como discriminatorio y como medida de seguridad). El costo político del impopular decretazo, por consiguiente, lo pagará también Evo, a pesar de que a último momento pudo evitar un grave estallido social. Sobre todo porque el gobierno insiste tozudamente en aumentar los combustibles para impedir el contrabando. Ahora bien, el carisma de Evo no es intangible ni eterno y no aguanta que la confianza popular se sienta traicionada. Por su parte, los procesos de aumentos de precios no serán anulados fácilmente y engendrarán otros aumentos por las expectativas inflacionarias derivadas de los anuncios gubernamentales que ni siquiera dicen en cuánto ni cuándo volverán a aumentar los combustibles. En un país donde todos están sindicalizados, incluso los contrabandistas, no es popular tampoco atribuir al contrabando hormiga de las señoras indígenas –hasta en los biberones
, dijo Evo– la fuga de 360 millones de dólares en concepto de contrabando de combustibles a los países vecinos, a los cuales éste no entra en biberones sino en camiones y pipas de las empresas.
Lo más grave de todo es la concepción del Estado que este hecho reveló con luz brutal. Los subsidios sin duda favorecen el contrabando, al abaratar el precio interno de los productos, y garantizan igualmente las ganancias empresariales, pero representan un ingreso indirecto y sostienen el mercado interno. Dar aumentos de precios a las empresas petroleras equivale a reducir en la misma proporción o más los ingresos y, por tanto, a hacer aún más raquítico el mercado interno, sin el cual no puede haber desarrollo social ni industrialización. El gobierno opta, pues, por el gran capital y no por el nivel de vida de los trabajadores. Y dice que la derecha fascista está detrás de los motines, los cuales fueron provocados por sus decisiones favorables a las trasnacionales, a las fuerzas principales del capitalismo en Bolivia, que son enemigas reales del proceso de cambio y del gobierno mismo. Lo que Bolivia necesita, mucho más que fortalecer grandes empresas capitalistas modernas con escasa mano de obra, aunque ellas sean necesarias, es extender el sector que engendra más puestos de trabajo, o sea las pequeñas empresas semicapitalistas, y elevar su productividad, mejorar su calidad. Si las empresas petroleras no invierten porque no ganan lo que desean, no hay que aumentar los precios y sus ganancias sino estatizarlas y ponerlas bajo control obrero y social, llamando a los técnicos y profesionales de toda América Latina a desarrollar en Bolivia ese sector con independencia de las trasnacionales de todo tipo. El control obrero y popular reducirá los despilfarros y la corrupción y controlará también el contrabando, además de dar trabajo y producir el tipo de subproductos que necesitan los bolivianos.
Detrás del decisionismo verticalista está también la idea de que el gobierno es el Estado (excluyendo a la población), así como la idea de que la única vía natural
es la capitalista desarrollista, la anulación de la democracia social, de la autonomía, del carácter formalmente multinacional del Estado. Para el gobierno, el Estado es unitario y centralizado porque ni se le ocurre censar regionalmente recursos y necesidades, consultar a los pobladores para hacer planes regionales de desarrollo y fijar prioridades económicas, hacer de la población organizada en consejos y comunidades un protagonista de la economía, en un proceso de aprendizaje y de modificación, a la vez, de consumos y concepciones económicas. También es evidente la falta de control social sobre el gobierno. El MAS no es un partido y sirve, cuando mucho, para conseguir votos en las elecciones y puestos en el aparato estatal. No tiene ideas, objetivos, proyectos, iniciativas ni controla al gobierno y se parece cada vez más al PRI mexicano. Se necesita, en cambio, un movimiento-partido surgido de las organizaciones de lucha obreras y populares, que sostenga el proceso (y al gobierno) frente al imperialismo y el capitalismo y frente a la derecha racista y fascista, pero que sea independiente del gobierno y del Estado y los impulse con sus ideas e iniciativas. Si el gobierno combate a esta tendencia en germen poniéndola en el mismo plano que a la derecha, dará margen de acción y caudal electoral a ésta y, al mismo tiempo, se debilitará y desprestigiará en sus propias bases de apoyo. Debe, por tanto, dejar de lado la arrogancia y el rechazo de las críticas de izquierda y escucharlas para discutirlas, en un proceso nuevo en el cual todos deben aprender e innovar. En cuanto a la ultraizquierda, debe entender que la historia de Bolivia es trágica y que si Evo Morales cayese sería por la derecha y de forma sangrienta, como cayó Gualberto Villarroel cuando las clases medias urbanas se opusieron al pueblo y siguieron a la oligarquía, con el apoyo, entonces, de quienes se decían marxistas
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