n mis tres artículos anteriores he construido el siguiente argumento.
El eje autoritario de viejo régimen, se ha dicho, lo constituyeron la combinación de un hiper-presidencialismo más un partido hegemónico más la interacción entre reglas formales establecidas en la Constitución y las leyes secundarias, y un amplio abanico de reglas informales y facultades meta-constitucionales.
Este eje autoritario paulatinamente debilitado conforme avanzaba la competencia electoral también era el eje de la gobernabilidad del antiguo régimen y se desarticuló sin dar origen a un nuevo arreglo de gobernabilidad. En este sentido me refiero a una transición abortada.
Lo que siguió a partir de 1997 no fue una continuidad de régimen bajo la conducción de otro partido. Lo que ha ocurrido ha sido una consistente decadencia donde el centro político se desmadeja dando lugar a una emancipación gradual y discontinua tanto de las entidades federativas como de franjas de la sociedad al tiempo que opera la colonización de franjas del aparato estatal o de territorio nacional por poderes fácticos. Antiguos actores al calor de esta desarticulación se re-funcionalizan y juegan un nuevo papel aunque con el disfraz antiguo. Pienso en algunas corporaciones sindicales, en la nueva función política de los gobernadores, en la predominancia sin contrapesos de los medios de comunicación y desde luego en el crimen organizado. Todo esto no es continuidad sino un nuevo régimen.
La descomposición del antiguo régimen expresado en fragmentación social, jibarización de las instancias estatales y privatización de los espacios públicos creó una especie de metástasis autoritaria y el surgimiento de un régimen especial –por específico y transitorio– que denomino el régimen otomano, con referencia al fenómeno que el historiador inglés Timothy Garton Ash describió refiriéndose a las sociedades comunistas en Europa del Este: “Con esto quiero decir en una analogía flexible con la declinación del Imperio Otomano un largo y lento proceso de decadencia en el curso del cual se observaría una emancipación no planeada, gradual y discontinua tanto de los estados constitutivos del imperio como de las propias sociedades con respecto a sus estados. (The uses of adversity,1990).
Lo típico del régimen otomano es la administración de la decadencia que supone un manejo oligárquico de la política. Este manejo no busca la participación amplia de los ciudadanos. Por el contrario fomenta el abstencionismo, el cinismo y un comportamiento selectivo a través de la segmentación de los mensajes políticos a distintos nichos ciudadanos. El signo distintivo del régimen otomano es la ausencia de espacios vinculantes que desemboquen en acuerdos, alianzas, coaliciones.
Enfrentarlo requiere construir una coalición ciudadana cuyo principal eje gire en torno a la política como bien público. Es decir la política como medio de producción de soluciones para la convivencia pacífica. Esta coalición requiere de una diversidad de actores sociales y políticos. Requiere de métodos nuevos que no desprecian para nada los medios electrónicos y sus nuevas potencialidades a través de Internet, de la radio y de la televisión. Pero que sobre todo ponen el acento en el discurso político.
¿Puede configurarse un polo de las izquierdas que articule luchas sociales, apele a las clase medias y atraiga a sectores importantes del empresariado sin que pierda su convocatoria hacia las clases populares? Sí, pero sólo a partir de una profunda transformación cultural. Se necesita otra manera de percibir la política. Otra manera de vincular la lucha electoral con el ejercicio parlamentario y con las reivindicaciones sociales. Otra forma de gobernar con un propósito central: Reducir la desigualdad desde el ejercicio pleno de la democracia.
Se requiere además de inteligencia y astucia, de generosidad.
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