n días pasados, Luiz Inacio Lula da Silva, quien gobernó Brasil durante ocho años, entregó la presidencia a Dilma Rousseff, compañera de su partido –el de los Trabajadores (PT)–, una antigua guerrillera que estuvo en las prisiones de la dictadura entre 1970 y 1972. Se abre así un nuevo ciclo para la vida de ese extraordinario país que ha sido Brasil en los últimos 15 años, aunque un ciclo que quedará sellado por la originalidad de un político, Lula, que dedicó su gestión a mostrar que la lucha contra la pobreza social no sólo no está reñida con la eficacia y el crecimiento económicos, sino que probablemente es una de sus condiciones esenciales. Hay una cifra que expresa de manera prolífica esta afirmación. En 2000, México y Brasil tenían economías –si confiamos en que el Producto Nacional Bruto (PNB) es un indicador elocuente– prácticamente iguales. Los datos del Banco Mundial registran que la producción de ambos países oscilaba alrededor de los 600 mil millones de dólares. En 2009, la proporción había cambiado ostensiblemente: en ese año, el PNB brasileño había ascendido a 1,650 mil millones de dólares, mientras el mexicano sólo había alcanzado 850 mil millones (todo en cifras aproximadas). En tan sólo 10 años, que abarcan los dos periodos de Lula en Brasil y la mayor parte de los dos sexenios del PAN en México, la economía brasileña creció casi tres veces, mientras la mexicana apenas aumentó.
En rigor, hoy podemos hablar del paradigma brasileño
, en el que un partido de izquierda democrática –y no de centro-izquierda, pues Brasil cuenta con una sólida formación social demócrata, que gobernó a Brasil bajo el régimen de Fernando Henrique Cardoso y que perdió las más recientes elecciones– logró transformar a ese país, junto con China, India y Rusia, en una de las cuatro potencias medias que hoy definen la política y la economía internacionales. Lula lo hizo preservando y consolidando los mínimos institucionales de las formas democráticas de representación; China y Rusia lo hicieron recurriendo a sus viejas tradiciones autoritarias.
Las condiciones básicas que hoy definen al paradigma brasileño
están por estudiarse; es evidente que en América Latina, en los recientes 30 años, ni las formaciones populistas ni la nueva derecha pudieron ni siquiera imaginar un fenómeno parecido. Hay cuatro de estas condiciones que resultan por demás visibles.
En primer lugar, una nueva estructura financiera interna de desarrollo permitió que el mercado (y no la política ni las intervenciones carismáticas), estructura que en México fue liquidada por la entrega que hizo Vicente Fox de la banca al capital internacional, desplazara a un cuerpo de empresarios y especuladores corruptos que habían mantenido a la industria brasileña en la zozobra desde los años 80, y los sustituyó por una nueva generación de empresas dedicadas a competir en torno a la productividad (y no en torno a los favores del Estado). En palabras simples: el PT desplazó al equivalente de los Slim y los Hernández de las elites económicas para propiciar un nuevo empresariado medio dedicado a ampliar el mercado nacional.
En segundo lugar, transformó al Estado en un baluarte de la soberanía económica sin la necesidad de aislarse del mercado internacional. El PT entendió que el gran capital global prefiere hoy que la mayor parte de los servicios sociales básicos (educación, salud, alimentación, infraestructura, etc.) en economías tan heterogéneas como las nuestras sean garantizados por el Estado, pues de lo contrario quedan en manos de mercachifles locales irresponsables que los convierten en caros y de baja calidad. En México, el PAN privatizó una buena parte de todos estos servicios, transformando la función del Estado en un gelatinoso circuito de dudosa filantropía (o corrupción social). Con lo cual el Estado deviene gelatinoso frente a sus otras funciones, como la lucha contra el crimen, y en general, la procuración de justicia y el régimen de derecho.
Hace unos cuantos días, en dos periódicos de menor circulación en el DF, varios articulistas se trenzaron en una discusión sobre por qué si la sociedad brasileña enfrenta un problema tan severo como el mexicano frente al crimen organizado, la percepción que se tiene de ella es casi la opuesta al deplorable estado de violencia que arroja hoy la imagen (y la realidad) mexicanas. La razón es sencilla y compleja a la vez. Lula nunca convirtió la lucha contra el crimen en una guerra local
, sino que la mantuvo como un problema de orden jurídico y policiaco. El centro de su gobierno giró en torno a la política social, con la cual enfrentó en gran parte al crimen organizado. Claro, Lula nunca tuvo un problema tan severo de legitimación política como el que definió a toda la administración panista desde 2006. El PT siempre ganó o perdió sus elecciones de manera limpia.
Y por último, y acaso lo más relevante: Lula, quien provenía de los estratos más humildes de la sociedad brasileña, de la lucha por los derechos sindicales contra la dictadura, de la experiencia solidaria que compartió con su hermano (que era miembro del PC brasileño), de la movilización social para destituir a un presidente (Fernando Collor de Mello) corrupto, de la defensa civil del voto a través de las redes sociales, logró construir un nosotros
en que sociedad y gobierno podían identificarse e identificar sus límites mutuos. A diferencia de lo que ha pasado entre las elites y la sociedad mexicanas, en la que cada parte culpa a lo otra por los males del país. Más que una política, más que una estrategia inédita en América Latina, el paradigma brasileño
de Lula quedará como uno de los mayores esfuerzos para que representados y representantes se vean a sí mismos como parte, la parte más conflictiva acaso, de un solo cuerpo, y no como instancias ajenas en las que quienes gobiernan no se sienten con la responsabilidad mínima frente a los gobernados, y la ciudadanía ni siquiera imagina que su quehacer es tan definitivo como el de los que acusa de echar a perder todo.