l asesinato como un acto concreto y con distintos significados personales y colectivos ha sido motivo de atención de quienes forman los aparatos de los sistemas policiacos y judiciales; de médicos, sicólogos, de filósofos y otros pensadores. También ha mantenido la atención de reporteros, novelistas y ensayistas ilustres.
De Quincey escribió sobre el asesinato como una de las bellas artes; Orwell describió lo que desde el punto de vista de un periódico inglés podía ser concebido como el asesinato perfecto; Chandler trató acerca del simple arte de matar. Buena parte de la literatura, y parte buena por cierto, es del género negro en donde el asesinato es un hecho clave.
El asesinato es una huella que se mantiene fresca en la existencia cotidiana y en el curso de la historia de los pueblos y de las naciones. Tiene unas motivaciones de índole privada a veces y, otras, es de esencia política o del ámbito genérico del poder. Puede realizarse de manera individual, en serie, o de forma colectiva y hasta industrial, como muestra claramente la experiencia antigua y la reciente también.
Todo esto se constata prácticamente desde que se tiene algún registro y no hay por qué pensar que no seguirá siendo así. Tal vez, cualquier forma de civilización solo pueda ser concebida porque existen estas otras maneras perversas de la coexistencia.
En México padecemos hoy de una gran ola de asesinatos que suman más de 30 mil solo en lo que va en los cuatro años del gobierno actual, según las propias autoridades de procuración de la justicia. Es como un tipo de epidemia y de orígenes diversos; dos de ellos sobresalen: las muertes de mujeres en Ciudad Juárez y las vinculadas con el narcotráfico.
Hay quienes sostienen que este abultado número de asesinatos tiene que ponerse en perspectiva ya que, por ejemplo, en Brasil ocurren más muertes asociadas con la violencia. Este argumento es poco convincente y cuando menos sabemos según el refrán que mal de muchos, consuelo de tontos
.
Algo ocurre en la sociedad mexicana y algo grave que ha llevado recientemente el asesinato a una dimensión que convendría no perder de vista en aras de comparaciones que pueden ser espurias y de interpretaciones que tienen un propósito político implícito.
No se trata ya de asuntos como la excelente trama del Ensayo de un crimen que ocurre en un barrio como la colonia Roma; tampoco tiene que ver con la pasión desatada por Goyo Cárdenas, el estrangulador de Tacuba o con el sonado caso del asesinato cometido por un joven en contra de sus propios abuelos en la exclusiva zona de las Lomas de Chapultepec. Este tipo de asesinatos se han documentado por todo el país de manera continua y no de modo poco cruento en los diarios de las ciudades y sobre todo en aquel famoso Alarma!
Comparado con los asesinatos que ahora ocurren, esos casos parecen de una esencia distinta, tanto por sus motivaciones como por sus métodos. Los asesinatos del llamado crimen organizado se documentan a diario y prácticamente nadie ignora su existencia, pocos desconocen algunos de sus métodos y nadie puede ignorar la marca que los define o la estela que dejan.
Pero el registro que se hace de estos delitos no se integra en la concepción de lo que significan para la supervivencia de alguna forma sostenible y decente de existencia colectiva y de organización social en torno del Estado. Este está vapuleado por su incapacidad de someter la violencia desatada e imponer la seguridad en el marco de la ley y los derechos ciudadanos.
En Juárez, los asesinatos que durante años se han perpetrado en contra de mujeres ha calado en la conciencia colectiva, pero todavía no modo decisivo como para convertirse en una cuestión central de la relación de la sociedad con su gobierno en torno de la inseguridad pública, la falta de las responsabilidades adquiridas, de la rendición de cuentas y la forma fallida en que se administra la justicia.
El de Juárez es un asunto que pone en perspectiva el tema de Larsson, según el título en castellano del primer libro de su trilogía: Los hombres que no amaban a las mujeres. Aquí ya no se trata de desamor, sino de algo mucho más profundo y grave, cuyo sustrato y significado no se puede seguir eludiendo.
Y menos aun puede eludirse luego del asesinato a mansalva de Marisela Escobedo en la plaza de Chihuahua, junto al mismo palacio de gobierno. Uno más de la larga serie. Su delito era exigir justicia por el crimen de su hija cuyo asesino confeso había sido exonerado en un juicio hace unos meses.
Marisela será, tal y como puede advertirse por el carácter de estos crímenes y el modo de operar de la justicia, un número más entre las asesinadas. Y será así en tanto sigamos sumidos en una pasividad pasmosa como ciudadanos, en un sometimiento de facto por parte de los grupos criminales que asedian al país, por unas autoridades incompetentes, medios de comunicación acomodadizos, y elaboraciones relativistas de los males sociales y económicos que definen a este país. En fin, será así mientras prevalezca un sistema de impunidad rampante.