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Felipe Garrido
Protegido
Una noche dos hombres embozados tocaron a su puerta y rogaron
al bienaventurado que los acompañara.
–Venga con nosotros y salve a nuestro hermano.
–¿Está grave?
–Si no lo auxilia, no verá la luz del día.
Caminaron por calles que el santo nunca había visto y llegaron
a una casa grande y lujosa. Lo hicieron pasar a una sala que
estaba casi a oscuras. En un sillón, cubierto con frazadas, había
un hombre. De seguro era el enfermo y tal vez dormitaba. Los dos
hombres encubiertos cerraron la puerta y aguardaron anhelantes.
Esperaban un largo grito, un estertor, pero de pronto el hombre
puro abrió la puerta y les dijo:
–¿Por qué no fueron antes por mí? Llegamos demasiado tarde.
Está muerto.
Los dos hombres encubiertos quedaron desconcertados. Media
hora antes su cómplice estaba sano, presto y vigoroso. Entraron
temblando y vieron a su compañero yerto, con los ojos abiertos
y en la mano el puñal.
[De las historias de san Barlaán para el príncipe Josafat.] |