a Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó ayer la muerte de la activista Marisela Escobedo Ortiz, asesinada el pasado jueves afuera del palacio de gobierno de Chihuahua, donde protestaba por la liberación del asesino confeso de su hija, Rubí Frayre Escobedo. La entidad demandó el esclarecimiento del caso para llevar a la justicia y sancionar a los responsables materiales e intelectuales del crimen
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Estos señalamientos se inscriben en un contexto de indignación y repudio generalizados por el crimen referido y por las violentas agresiones cometidas contra los familiares de Escobedo Ortiz. Pero la condena unánime de organismos nacionales e internacionales de derechos humanos, de legisladores federales y locales, de representantes eclesiásticos y del sector empresarial, de la ONU y de millones de ciudadanos, contrasta con la indolencia con que se han desempeñado hasta ahora las autoridades de los distintos niveles de gobierno, consagradas, según puede verse, a la tarea de culparse unas a otras por este crimen.
Como botón de muestra, baste mencionar el empeño del gobernador de Chihuahua, César Duarte, en responsabilizar por este asesinato a los integrantes del Poder Judicial que liberaron –por supuestos errores de técnica jurídica
– a Sergio Barraza, asesino confeso de Rubí Frayre y uno de los sospechosos de la muerte de la activista. Si bien es cierto que los jueces referidos no pudieron o no quisieron ver el despropósito que cometían al liberar a un delincuente confeso, y que esa consideración hace pertinente y necesaria la investigación de esos funcionarios, otro tanto puede decirse de los fiscales que no integraron bien expedientes acusatorios, y en quienes recayó buena parte de responsabilidad por la liberación del ex yerno de Marisela Escobedo. Independientemente de lo anterior, el gobierno estatal tendría que rendir cuentas por el hecho de que la activista –quien, por añadidura, venía siendo objeto de amenazas de muerte– haya sido asesinada a unos metros del palacio de gobierno y de la procuraduría estatales, y sin contar con protección alguna.
Un juicio semejante amerita lo expresado el lunes por titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, en el sentido de que la ejecución de Marisela Escobedo fue un acto derivado de la debilidad institucional
en Chihuahua. Preferible a esas declaraciones extemporáneas e insuficientes habría sido una respuesta oportuna y favorable a la audiencia que solicitó, sin éxito, a las puertas de la residencia oficial de Los Pinos en julio pasado, y el otorgamiento de un trato similar al que el gobierno federal ha dispensado a empresarios y personajes de la vida pública que vivieron una situación trágica no muy distinta a la de la activista chihuahuense, y que tuvieron en todo momento la atención de las autoridades federales.
En ese sentido, el diagnóstico formulado por Calderón Hinojosa se queda corto: la debilidad institucional
no se circunscribe al ámbito estatal; se extiende, en cambio, por los tres niveles de gobierno; se expresa en las omisiones, los vicios, el doble rasero y la insensibilidad con que operan las instancias estatales y federales de seguridad pública, procuración e impartición de justicia, y redunda en desprotección y en la negación de garantías fundamentales –empezando por la vida– para millones de ciudadanos, empezando por aquellos que, como Marisela Escobedo, luchan contra injusticias y atropellos cometidos por los infractores de la ley y por la propia autoridad, y carecen de recursos económicos y de reflectores mediáticos
En lo inmediato, las autoridades federales, estatales y municipales deberán atender la solicitud de la CIDH, esclarecer el caso y brindar la debida protección a los deudos de la activista, a efecto de que cesen los ataques en su contra. La sociedad, por su parte, deberá presionar a las autoridades para que el asunto no se diluya y se haga justicia.