Desde el rostro de un sapo
“Éramos hombres que fueron pájaros, que fueron peces, que fueron viento, y antes árbol, zorra o cerro. Sabíamos que el espíritu era inquieto, viajero y gustaba de mutaciones extraordinarias. Por entonces nadie se sorprendía de que las piedras del camino hablaran o de que los ojos del hermano nos sonrieran desde el rostro de un sapo”. Así parafrasean Mariana Sonego y Juan Francisco Bascuñán Muñoz mitos y relatos de los pueblos originarios de Chile que nombran el mundo de lo real (editados en castellano, mapuzgun y aymara en Chile: la mirada original/Unen Lelin, Planeta Sostenible, Santiago de Chile, 2010, con fotografías de Bascuñán Muñoz, también filósofo y especialista en temas ambientales.).
“Sin embargo, algo ocurrió”, prosigue la paráfrasis. “Nadie sabe a ciencia cierta qué fue. Pero poco a poco fuimos adquiriendo la ilusión de estar separados de las cosas y de los seres sensibles que nos rodean. Empezamos a establecer límites, clasificaciones, jerarquías, y con ellos llegaron el conflicto, el dominio, la violencia. Olvidamos aquello que los pueblos originarios sabían, aquello que nos enseñaron: que la tierra es nuestro cuerpo y que cada vez que la dañamos nos herimos de muerte”.
El tono deliberadamente mítico, como suele ocurrir con las palabras ancestrales, habla de nuestro presente con una verdad que vence la alegoría. La Tierra en general, y las tierras, montañas, ríos y lagunas de los pueblos de nuestro país y nuestra América en particular, están amenazados por una caterva de inversionistas buitres de rigurosos traje y corbata ecaramados en sus rascacielos de cristal en Toronto, Nueva York, Madrid y sus subsidiarias en México, Bogotá, Santiago y Río de Janeiro. Y sólo les importa el dinero. Ocupan la punta de esa siniestra pirámide de desigualdad y destrucción, engendrada por el capitalismo desde su origen pero que si nos descuidamos, en su fase terminal arrastrará al planeta como tal, con todo y nosotros, la mar y sus pescaditos.
De otro modo lo mismo, estas verdades simples y naturales también le llegaron a nuestro querido maestro Carlos Lenkersdorf -fallecido el pasado 24 de noviembre- en las comunidades tojolabales de Chiapas. Él siempre celebró haber descubierto la amplitud humana y cósmica del nosotros indígena. ¿Cómo oponer efectivamente la energía vital originaria en esta hora crucial,contra las mineras canadienses van por todo el oro y los demás metales, dispuestas a arrasar incluso con lugares maravillosos (en todos los sentidos la palabra) como Virikuta, en los mapas llamado desierto de Coronado, en San Luis Potosí?
El capitalismo caníbal destruye los ríos (Yaqui, Paraná, el que sea) porque quiere dinero. Las playas, porque quiere turistas (más dinero). Las selvas de Chiapas, Guatemala, Amazonía (Brasil, Ecuador, Perú, Venezuela, Colombia, Bolivia), porque quiere “recursos naturales” (y más dinero). Los bosques. Las montañas mismas. Nos ensarta agrotóxicos, semillas transgénicas, “deudas” de carbono, cuotas de agua y aire. Nos desangra en migraciones sin fondo. Quiere hasta el último despojo que quede de nosotros. Los gobiernos del mundo a su servicio seguirán mintiendo y perdiendo el tiempo mientras hacen la guerra a la naturaleza y a los pueblos que son parte de ella.
“Invocamos acá esa energía universal vestidos con distintos ropajes: peces, pájaros, insectos, que nos miran y peguntan: ¿Qué fue lo fue pasó? ¿Por qué dejamos de ser todos hermanos?” (Bascuñán Muñoz y Sonego, op. cit.). La pregunta no es retórica. El tiempo se acorta, el globo se calienta, las aguas se amontonan, las parcelas se agrietan secas, los cerros se desploman. Otro modo y otro mundo no sólo son posibles, sino urgentes.