iempre regreso a Sebald, siempre lamento que haya muerto tan joven y tan intempestivamente, cuando empezaba a ser un escritor reconocido mundialmente, y cuando todos esperábamos con ansiedad que apareciera su próximo libro para leerlo con pasión.
Me concentro en uno, son entrevistas o, mejor, como se aclara en el subtítulo, conversaciones con él; lo editó Lynne Sharon Schartz y las entrevistas son de Carole Angier, Joseph Cuomo, Arthut Lubow, Michael Silverblatt, Eleanor Wachtel. Hay ensayos también, de Ruth Franklin, Tim Parks y Charles Simic.
Y me apasiona porque inauguró un tipo de ficción fascinante, que él llama realismo ficcional
“(…) más utilizado en el continente –dice–, refiriéndose a Europa, que en el mundo anglosajón. Todo se ve y se relata desde ángulos distintos, de manera oblicua, como a través de prismas. En este sentido, mi obra no se conforma a los cánones de la ficción tradicional. El autor no interviene en la narración (…)”
Y una de las obsesiones de este autor es la destruccción de la naturaleza y de lo humano, cómo una tormenta destruye extensiones inmensas de bosques o cómo se van convirtiendo en ruinas las construcciones más bellas y mejor planeadas: los efectos de la guerra, los campos de concentración, la tortura, los bombardeos a ciudades habitadas por civiles (sobre todo, niños, ancianos y mujeres) y sin ningún interés estratégico, y, como en los textos de Rulfo, los muertos regresan y a veces se confunden con los vivos. Cuando se le pregunta la causa de esas obsesiones, contesta:
No sé exactamente la causa, quizá por que la muerte entró muy temprano en mi vida (nació en 1944, su padre fue un oficial nazi), crecí en un pequeño pueblo, suspendido muy arriba en los Alpes, cerca de mil metros sobre el nivel del mar (¿Qué diría de la ciudad de México si hubiera nacido aquí?). Y durante los años que siguieron a la guerra ese lugar estaba muy atrasado, desde muchos puntos de vista. Por ejemplo, no se podía enterrar a los muertos durante el invierno porque el suelo estaba congelado y era imposible cavar una tumba, entonces se los dejaba en una cima cerca de uno o dos meses hasta que llegaba el tiempo del deshielo. Se crecía sabiendo que la muerte estaba allí, y si una sobrevenía, era en la casa, en medio de la casa, en el comedor donde el difunto sufría su agonía y luego, hasta que se lo enterraba, formaba parte de la familia durante varios días. Lo que significa que al contrario de lo que hoy sucede, yo estuve cerca de los muertos y los agonizantes en mi infancia. Guardo la impresión de que esa gente no ha desaparecido verdaderamente, y que de repente nos hacen cortas visitas.
Cuando abren un libro de este autor, los lectores se sorprenden de encontrarse ilustrando los textos fotografías imprecisas, mal tomadas, muchas sin referencia directa con lo que el texto está contando. Se han ofrecido muchas respuestas. Varias muy sorprendentes, a veces efectivas, pero prefiero darle la palabra una vez más a Max Sebald, como lo llamaban con familiaridad sus amigos, él que tenía el nombre rimbombante de Winfried Georg:
“Para mí las fotografías son una de las rencarnaciones de los desaparecidos, en especial, las fotografías más antiguas de aquellos que nos abandonaron. Sea lo que sea, esas imágenes significan para mí una especie de presencia espectral. Y eso siempre me ha intrigado. No tiene nada que ver con un fenómeno que provendría de lo místico o de lo misterioso. Es justo el vestigio de una manera arcaica de ver las cosas (…) Las fotografías provienen de distintas procedencias y tienen objetivos distintos. Pero en realidad, casi todas ellas –sobre todo para el libro Los inmigrantes– estaban en los álbumes que la pequeña burguesía solía componer durante los años de 1930 a 1940. Y son documentos auténticos. Se puede afirmar que casi el 90 por ciento de las imágenes reproducidas en este libro son auténticas, es decir, no provienen de otras fuentes distintas con el objeto de contar la historia.”