s cierto que en México nunca tuvo lugar la pregonada revolución democrática que desde diferentes y encontrados ámbitos se quiso realizar desde el último cuarto del siglo pasado
(Rolando Cordera, La Jornada, 31-10-10). Pero aún así o por ello mismo, es necesario analizar en qué consistió el proceso social y político que modificó de manera sustancial la forma en que se ejerce el poder en México antes de desechar la idea de una restauración conservadora.
Salvo el diseño estratégico planteado por Reyes Heroles en 1977 y después abandonado por las clases dirigentes a partir de las sucesivas crisis económicas, la llamada transición democrática se caracterizó por un lento gradualismo a veces sin rumbo claro.
Más que producto de diseños estratégicos las reformas electorales con De la Madrid, con Salinas y con Zedillo fueron resultado de crisis económicas y políticas de gran envergadura. Se trató de una transición reactiva ante la creciente incapacidad para gobernar la pluralidad.
La característica central de los pactos políticos que caracterizaron estos 20 años (1977-1997) fue su focalización en la modificación de las reglas electorales. Casi simultáneamente comienza una modificación drásticamente del estilo de desarrollo anterior. Se trataría ahora de un estilo volcado al exterior, con desregulación y privatizaciones.
Se perfilan nuevos actores económicos y comienza a gestarse la nueva hegemonía del capital financiero. El componente político de las reformas estructurales supuso como contraparte, un uso instrumental –sin envoltura ideológica– de los mecanismos del antiguo autoritarismo.
Pero confrontados en distintos momentos críticos con el dilema de continuar con la política económica y el nuevo estilo de desarrollo o abrir políticamente el sistema, optaron por lo segundo con la idea que frente a oposiciones divididas era posible guiar una transición acotada. La suma de estas modificaciones en las reglas electorales genera empero cambios profundos en la correlación de fuerzas: se establecen gobiernos divididos, alternancias en algunos gobiernos estatales y finalmente en 2000 la alternancia en el gobierno nacional.
Sólo en un momento clave, en 1988, se da una convergencia decisiva entre movimientos sociales y sus luchas a favor de la justicia distributiva y las movilizaciones ciudadanas a favor del respeto al sufragio. A partir de entonces los movimientos sociales se desplazan a las regiones y a los intersticios generados por crecientes vacíos institucionales. Por su parte los movimientos ciudadanos y cívicos evolucionan de observadores ciudadanos de los procesos electorales a grupos promotores frente a los gobiernos de causas específicas que se expresan en impulso o modificaciones a leyes y reformas o creación de nuevos organismos.
A partir de la era de los gobiernos divididos con las elecciones federales de 1997, las principales fuerzas políticas y el gobierno –sea príista o panista– optaron por una aproximación a la política y a las políticas cuyo rasgo distintivo es la omisión, particularmente en los espacios de mayor conflictividad.
En los gobiernos de la alternancia ha sido la lógica de la decadencia administrada la que ha logrado imprimir su propia dinámica. El rasgo distintivo de esta predominancia es la ausencia de espacios vinculantes. No existen espacios vinculantes para articular las demandas sociales o para generar una coalición de excluidos. Pero tampoco existen espacios vinculantes que permitan establecer un itinerario coherente e integral para una modernización conservadora. Los gobiernos nacional y estatales, dados sus márgenes de acción, administran una lenta pero segura decadencia. Las movilizaciones sociales se fragmentan y los distintos poderes fácticos crecen y se reproducen como quistes en los intersticios de un aparato estatal crecientemente dañado.
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