a rebelión que encabezó Francisco I. Madero en 1910 data un movimiento político y social que persigue dos propósitos: a) propiciar la circulación de elites en un régimen inmovilizado por la antigüedad de las redes y de los compromisos que habían sostenido a Porfirio Díaz durante más de tres décadas en el poder y b) instaurar la más anhelada de todas las utopías mexicanas, pospuesta durante más de un siglo, primero por los conservadores y después por los liberales: el Estado de derecho.
Uno de los fenómenos más complejos de explicar es el súbito cambio de estrategia que definió al maderismo entre septiembre y octubre de ese axial año. Durante varios años, Madero había anunciado (y acariciado) la idea de que la sustitución del régimen de Díaz por un orden democrático podía procurarse por medio de métodos civiles y pacíficos. El hijo de una de las familias más poderosas de México había extraído sus propias lecciones de la fallida revuelta instigada por los hermanos Flores Magón en 1906: las probabilidades de éxito de una insurrección armada en 1910 eran tan escasas como lo habían sido en 1906. Y, sin embargo, el 20 de noviembre, el pacifista Madero, el hombre que había seducido al país con la idea de un cambio civil e institucional, recurrió a las armas al igual que los Flores Magón cuatro años antes, acaso para proteger su vida y la de sus seguidores y no caer en el trágico destino que acabó con la vida de Aquiles Serdán, en Puebla.
Sea como sea, Madero, apoyado por los rebeldes de Zapata en Morelos y de Villa y Orozco en el norte, acabó por propiciar el exilio definitivo del viejo dictador y por hacerse del poder en 1911. Lo que siguió fue una auténtica revolución política. En 1912, por primera vez en la historia del país, la ciudadanía podía acudir a la versión más actualizada de lo que en la época se conocía como elecciones universales
. Durante el porfiriato, los comicios abarcaban una ínfima parte de la población y se reducían a la relección de Díaz y al cambio del vicepresidente. Los de 1912 fijarían uno de los mayores paradigmas políticos del siglo XX mexicano, sobre todo para imaginar un orden distinto al régimen corporativo que acabó capitalizando la herencia de la Revolución.
Pero hasta ahí llegó la civilidad de Madero. Ese mismo hombre que había mostrado una generosidad tan visible con la idea de la democracia, fue intransigente y violentísimo a la hora de enfrentar los reclamos de las comunidades agrarias que exigían la devolución de sus tierras en diversos lugares del país, sobre todo las del estado de Morelos, que seguían a Emiliano Zapata.
El conflicto fatal entre Zapata y Madero –fatal para Madero y para la Revolución en su conjunto–, que se prolonga durante más de un año y medio, pasa por el presidente democrático enviando a uno de los militares más brutales que ha producido México: Victoriano Huerta, a asesinar hombres, mujeres y niños humildes del campo; quemar sus hogares y cultivos y envenenar sus pozos de agua. Huerta nunca pudo con las guerrillas zapatistas. Y tendrían que caer miles y miles de muertos para que Madero entendiera
que debía negociar con Zapata. Tuvo el tino de escoger como enviado a uno de los militares más dignos que produjo ese mismo ejército: Felipe Ángeles. Acaso si algo no entendió
Madero fue que la única fórmula para estabilizar la democratización del régimen político era emprender las reformas sociales que esperaba el campo. ¿Demasiado pedir a un hacendado del norte, criollo, que veía el laberinto indígena con desprecio y sospecha? Tal vez en Madero el mundo no era más que otra expresión de la mentalidad y los valores del antiguo régimen, sólo que en él arrastrados por la vorágine de la utopía liberal.
La negociación llegó demasiado tarde. Huerta y Mondragón, los dos generales que creían a Madero esencialmente no apto para el cargo, habían ya sembrado el huevo de la serpiente. El golpe militar estaba en marcha.
Madero enfrentó los días más aciagos de su vida con una entereza extraordinaria. No aceptó prebendas ni ofertas económicas; tampoco dimitir ni abandonar el país. No era un político más. Él era el presidente electo de una República civil, y su espíritu dependía estrictamente de los alcances de su rectitud. Madero lo entendió de una manera profunda. Ese no
a Huerta valió la historia de un país entero. Así defendería el orden civil no con palabras, ni poniendo a otros en peligro, sino con su propia vida. Y ahí comienza el gran trauma que signó a la Revolución Mexicana: nunca antes un presidente había sido asesinado de manera tan artera y vil. Tal vez Freud no se equivoca cuando afirma que la fundación de toda gran comunidad requiere de un gran sacrificio.
Lo que se ha vuelto ya penoso desde el año 2000 es observar al panismo flirtear con la memoria de la Revolución Mexicana para apuntalar su rating ante un patrimonio que, obviamente, ya no está en poder de ninguna de las franjas e ideologías que componen la sociedad política. La herencia de la Revolución está ya por encima de todos los partidos. El PAN representó durante más de 50 años la crítica a la Revolución. Y es simplemente patético verlo intentar cómo remonta su propia tradición. Lo que queda al final es una figura informe y desvertebrada.
Nadie como Madero merece una estatua (incluso infortunadamente ecuestre, pues fue todo, menos un caudillo) en cualquier plaza o avenida del país. ¿Pero por qué colocarla frente al Palacio de Bellas Artes? ¿O ya se quiere transformar ese amable espacio en otra plaza de armas? Las artes requieren de una sana distancia con la política. ¿No sería más digno, menos comercial, menos pendenciero, trasladar ese monumento al lugar donde Madero y Pino Suárez fueron sacrificados en la ciudad de México? La lección sería profunda y tan elemental como fue el acto de Madero.