urante la última semana hemos leído y escuchado a varios diputados defender con entusiasmo el presupuesto del centenario, aprobado casi por unanimidad, luego de intensos cabildeos entre los grupos parlamentarios y las autoridades de Hacienda. Faltó poco, dicen, para arribar a un histórico consenso, pero el resultado ya sería, por sí mismo, indicador suficiente del espíritu de equidad impuesto a la difícil negociación requerida para arribar a buen puerto. Este optimismo, rayano en la autocomplacencia, omite el análisis más fino sobre la calidad de las finanzas públicas y los mecanismos mediante los cuales se distribuyen los recursos disponibles.
Se sigue actuando como si los diputados fueran simples gestores de sus distritos ante el templo de Hacienda y no como representantes, de modo que el éxito se mide por las partidas ganadas en el reparto general conforme a la fuerza relativa de las facciones en pugna, como si nos estuviéramos aproximando al modelo estadunidense que tanto gusta a los prohombres de la reforma política que se cocina y promueve desde las altas cúpulas del poder.
Pero esas son las formas, pues aquí y ahora, en este México de la postransición: no son los ciudadanos los que cuidan y fiscalizan a sus representantes, sino los gobernadores, verdaderos jefes en la sombra de sus
bancadas, nuevos sujetos de la negociación política nacional, genuinos recipiendarios aprovechados de los dineros públicos que ellos gastan sin dar cuentas claras ni a la ciudadanía ni al Congreso, siempre en una relación de mutuo provecho con los poderes fácticos que no gobiernan pero sí dominan.
Cabe decir que la hegemonía de los gobernadores (base de sustentación de la mayoría príista) no es simplemente la restauración del viejo arreglo superado por la realidad, pues esto es algo nuevo, digno de atención y acaso tan indeseable, desde el punto de vista del Estado democrático, como lo era el presidencialismo en su decadencia.
En esas circunstancias, los grandes debates en torno a la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos de la Federación, con sus noches en vela y el reloj detenido, no son más que incidentes de una vieja y conocida historia que ya no da más de sí. Allí donde debían fijarse los objetivos de la política económica apenas si se reiteran los movimientos inerciales o se registran los vaivenes de la coyuntura. Sólo algunos políticos se atreven a decir en voz alta que el mecanismo está agotado por completo y que ya no se puede seguir sin plantearse en serio el tema de la reforma fiscal, saboteado durante décadas por los mismos que han hecho del orden imperante en esta materia un pingüe negocio que no están dispuestos a ceder. Pero México no se puede dar ese lujo. Ahí están los datos que ilustran cómo la crisis golpea a los más débiles entre los pobres, pero también a los jóvenes, a las mujeres, es decir, muestran la naturaleza esencialmente injusta de un orden insertado en la globalidad que no garantiza la movilidad social aunque sí permite la expulsión de millones al extranjero en busca de las oportunidades de vida que no tienen en su país. En fin, sin ánimo de simplificar, es cada vez más obvio que detrás de numerosos problemas agobiantes, como la ola delincuencial, está la falta de cohesión social que deja como rastro la modernización salvaje a la que ha estado expuesto el país durante las últimas décadas, pese a los cantos de sirena que glorifican la expansión de las clases medias a despecho del subdesarrollo generalizado.
Atemperar la desigualdad o rehacer las instituciones (o refundarlas) no es tarea de un día o de un solo hombre, pero sí es la premisa para evitar que el futuro nos traiga un ciclo mayor de descomposición y violencia. La aprobación del presupuesto y la Ley de Ingresos obliga a revisar la estrategia económica en curso, pero también exige una visión crítica en torno del federalismo, la relación entre los poderes y, en definitiva, la reforma cabal y a profundidad del régimen político, amén de otras materias que el fulgor de la alternancia dejó en un claroscuro. El malestar concreto y registrable de importantes capas de la población es evidente, aunque todavía no han madurado los mecanismos que permitan hacer del cambio necesario una opción tangible, viable.
A querer o no, algunos de estos asuntos estarán en el fondo de la disputa del 2012. Por pronto, en el aquí y ahora, cabe preguntarse: ¿cuánto tiempo más se puede detener el reloj del cambio?
PD. No se compadece el entusiasmo de los diputados por la votación del presupuesto con la cerrazón para resolver mediante el consenso el nombramiento de los tres consejeros que el IFE espera para funcionar con normalidad, más allá de las cuestiones administrativas. Es una cuestión política relevante que en el pasado fue resuelta con torpeza. Y así nos fue. El intento de imponer dos nombres de la terna es un abuso de la mayoría priísta que no puede admitirse.