odría afirmar, a la manera de un encuentro humorístico con Orwell, quien describe una granja donde todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros, que todas las voces son distintas, pero algunas son más distintas que otras. La de María Luisa, La China, Mendoza es una de éstas.
Inconfundible. La reconozco, venida del otro lado del Atlántico, gracias a la mediación mágica del teléfono, antes de escucharla pronunciar una palabra. Cuestión de instantes, más breves que un segundo, aspira el aire y en esa aspiración del absoluto, sé que La China está ahí, en la ciudad de México, en el momento preciso en que necesito hablarle.
Esa es su generosidad: estar ahí. Con los brazos abiertos. Dispuesta a escuchar. Y a hablar. Con una pasión que va más allá de la curiosidad. Con un interés que no busca la retribución. Capaz de ponerse en el lugar del otro, olvidándose de ella, para tratar de comprender lo que el otro no comprende, a veces, de él mismo: el significado de sus palabras, al mismo tiempo oculto y evidente.
Cuando tuve la suerte de hablar con ella por primera vez, hace ya poco más de 40 años –como si fuese posible imponer cifras al tiempo, cuya naturaleza esencial es precisamente la de no ser mesurable en cifras, como no sea en los calendarios, los horarios de trenes y aviones, o los libros de historia, pues su misterio desafía esta ingenua contabilidad–, me sorprendieron su atención en mis palabras. Pero más asombro me causó darme cuenta que La China tenía esa misma actitud hacia todas las diferentes personas con quienes hablaba.
Su solicitud no era un privilegio que me estuviese destinado. La apertura de su espíritu era, y sigue siendo, una característica fundamental de su forma de ser y de ser ella. ¿Cuántas personas, ya no se diga a los 40 años que parece haber tenido entonces –y digo parece
porque ni ella sabe su verdadera edad, según escribió en uno de sus estupendos y delirantes textos periodísticos–, hombres y mujeres envejecidos prematuramente, sin más signos de vida que los vegetativos, cuántos de ellos no afirman con suficiencia que su agenda está llena?
La agenda de María Luisa Mendoza tiene aún espacios libres en cada letra. Acaso porque en ella subsisten sus ojos y su mirada de niña, esos ojos gigantescos, redondos, chispeantes, saltarines y vivaces, esa mirada que se hunde en su interlocutor para buscar, en ocasiones hallar y a veces desmontar, el engranaje y los mecanismos secretos que hacen del otro ese otro: una identidad única. Como perduran también el atrevimiento y la insolencia de la adolescente que descubre nuevos y más lejanos horizontes donde se adentra sin los resquemores y sospechas que remueven las cosas ya vividas. Osadía y desparpajo de su cuerpo púber envuelto por los pudores tanto más vivos cuanto los años dejan de ocultar y descubren, con sorpresa, el único milagro: ser. La inminencia de la muerte, tal vez, esa inminencia que olvidamos en el desvarío de la vida, acompaña, quizás, la inmortalidad al menos en esta vida.
Sí, soy yo
, escucho en su voz uno más de los cientos de personajes que pueblan sus novelas. Imagino sus labios articular su propia voz, sus ojos de o
por lo redondo.
Convertida en uno de sus personajes. Riesgo que se corre cuando se frecuenta a un escritor. Y María Luisa Mendoza es una escritora. Fenómeno inexplicable como la aparición de una estrella o una mariposa.
Así, cuando necesito calmar la adicción de México, marco el número de La China Mendoza. De su voz brotan las voces de quienes me habla, y ella me habla del afilador, de La Chaneca, de Carmen Parra, del plomero, de su dentista. Voces de mi cuidad que escucho cuando leo sus novelas, paseándose entre las líneas como en una partitura.
Telefoneo a La China cuando siento la nostalgia cosquillearme. La leo: para oír los tonos, los acentos, el canto y los susurros venidos de ultramar: Con él, conmigo, con nosotros tres
.