l miércoles 27 de octubre las calles de Buenos Aires amanecieron desiertas de tráfico y de gente, con todos los negocios cerrados, hasta los restaurantes, de modo que buscar donde comer se volvía una pequeña odisea para los visitantes que como yo habían desembarcado recién la noche anterior. Parecía un viernes santo en plena primavera austral, bajo el asueto causado por el censo nacional que tocaba ese día, y que obligaba a todo el mundo a quedarse en casa en espera de los encuestadores; pero yo tenía entrevistas de prensa en el hotel esa mañana, y fue una periodista la que me dio la noticia de que el ex presidente Néstor Kirchner había muerto súbitamente en su residencia de El Calafate, muy al sur del país, y entonces, el aire de extrañeza y ausencia que pesaba sobre la ciudad, pareció redoblarse.
Una sensación de ausencia y extrañeza, pero también de desasosiego e inquietud por el futuro, según fui calando en las opiniones a partir de entonces. No se trataba de la muerte imprevista de un ex presidente jubilado, de quien solamente toca contar su historia en tiempo pretérito, ya sin consecuencias, sino de alguien que al término de su periodo había entregado la banda presidencial, y el bastón de mando, a su propia esposa, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner; nunca había dejado de manejar los más delicados hilos del poder, un poder matrimonial compartido, y ya se preparaba para presentarse de nuevo como candidato presidencial del peronismo en las elecciones del año 2012. Un bastón de mando que, de acuerdo con sus intenciones y ardides, porque nadie niega que fuera sabio en ardides, estaría pasando siempre del esposo a la esposa, y viceversa, hasta que llegó la muerte, tan callando, a arrebatarle su sueño de eternidad en el mando.
A veces resulta atractivo pasear a pie por las calles de una gran ciudad muerta, los teatros y librerías de la calle Corrientes cerrados a cal y canto. Pero al anochecer era ya visible como aquel sopor silencioso comenzaba a ser roto por las parvadas de gente que salían de las bocas del tren subterráneo para dirigirse a la Plaza de Mayo donde la multitud velaría en espera del cadáver que sería expuesto en la Casa Rosada a partir del día siguiente, un duelo multitudinario, pues más de 70 mil personas llegaron a desfilar frente al féretro, y a la vez un duelo cerrado, presidido por la mandataria vestida de riguroso luto, la mano siempre sobre la tapa del ataúd como quien busca en el contacto de las yemas de los dedos con la madera las últimas energías.
Kirchner fue velado en la Casa Rosada porque así ella retenía el control absoluto del ceremonial, y podía decidir a quién dejaba acercarse y a quién no, el primero de los rechazados el vicepresidente Julio Cobos, que encabeza la lista de los traidores sin perdón desde que en 2008 decidió con su voto en el Congreso la muerte de una crucial ley agraria propuesta por la presidenta.
Esta evidencia de exclusiones me llevó a indagar sobre la naturaleza del duelo, sobre quiénes eran aquellos que llenaban la Plaza de Mayo y hacían colas para dar su adiós al ex presidente. ¿Se trataba exclusivamente de peronistas, y dentro del peronismo dividido en facciones, un duelo nada más de los partidarios del matrimonio Kirchner? Oí opiniones diversas. Para unos, era la maquinaria de movilización de masas manejada por los sindicatos peronistas, aliados del matrimonio, y para otros, una manifestación espontánea de cariño para un presidente que durante su mandato logró dar estabilidad social y económica al país tras un largo periodo de anarquía, forzó la sustitución de los magistrados de una Corte Suprema de Justicia corrupta, herencia del presidente Carlos Menem, y sentó de verdad en el banquillo de los acusados a los militares genocidas.
De todos modos, los entierros multitudinarios son una tradición argentina, y las celebridades son veladas a féretro descubierto en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso Nacional, entre los últimos la cantante Mercedes Sosa y el cantante Sandro, y los presidentes en el Salón Azul, como en el caso del propio Juan Domingo Perón, y de Raúl Alfonsín, fallecido el año pasado. Salvo Kirchner, y salvo Evita, velada en la sede de la Confederación General del Trabajo, la CGT, y luego momificada, un cadáver sin reposo, como tan bien lo cuenta Tomás Eloy Martínez en su inolvidable novela Santa Evita.
La pregunta aún abierta es si la presidenta Kirchner, para seguir adelante y aún relegirse, será capaz de suplir por sí misma las habilidades políticas de su esposo, que haciendo su parte en el dúo manejaba todos esos hilos sensibles, muchos de ellos subterráneos, tejiendo alianzas, alineando facciones y descabezando enemigos, lejos de sentimentalismos y contemplaciones, todo de una manera tan minuciosa y obcecada, sin reparar en la precariedad de su propia salud, hasta que semejante dedicación sin tregua terminó con su vida, porque ya se sabe que el poder viene a ser un monstruo hambriento que nunca llega a saciarse, y se alimenta de más poder.
Unos días después del sepelio de Kirchner en su ciudad natal de Río Gallegos, cerca del lugar donde murió, ya de vuelta en la Casa Rosada la presidenta empezó a cumplir de nuevo con su agenda rutinaria. Fue a Córdoba para la presentación de un nuevo modelo de automóvil en una fábrica, y ante una concentración de trabajadores dijo en su discurso que se sentía menos triste porque lo veía a él (él era Néstor, su esposo, pero no lo nombró) caminando entre la multitud, y eso le daba fuerzas.
Esta también es una vieja tradición del peronismo, desde la muerte de Evita, y desde la muerte del propio general Perón. Hayan sido enterrados o no, los muertos nunca mueren. Andan siempre entre la gente, como fantasmas sin quietud, para sostener el poder a los vivos.
Buenos Aires, noviembre de 2010.
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