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A cien años de la Revolución

Yo, México, convierte por 270 mdp las noches del Centro Histórico en una megadiscoteca

Reducen siglos de historia a show de luz, sonido, baile y demagogia

El festejo por la Revolución, perdido entre imágenes que evocan películas o espots televisivos

Falta de sustancia por la disimilitud del gobierno con Madero y Zapata: Lourdes Pérez Gay

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Películas de la época de oro del cine nacional, de las pocas referencias a la Revolución en el espectáculo Yo, México Foto Roberto García Ortiz
 
Periódico La Jornada
Domingo 21 de noviembre de 2010, p. 2

Todos los siglos de historia del país caben en 90 minutos de luz y sonido, parafernalia y distorsión, bailes y demagogia, tal y como lo presenta el espectáculo multimedia Yo, México, que desde el 11 de noviembre se lleva a cabo cada noche en el Zócalo capitalino.

Es cierto que muchas personas disfrutan el show que, al final, convierte el corazón de la ciudad en una megadiscoteca, en la cual hasta Pedro Infante canta a ritmo de rap y donde los principales edificios del Centro Histórico se pintan de colores: Catedral a gogó, Palacio Nacional sicodélico. La oportunidad de captar fotografías loquísimas es única, dicen algunos espectadores.

Pero también hay quienes no encuentran lo que fueron a buscar: el festejo y el recuerdo de una de las gestas fundacionales del país: la Revolución, ¿pues para eso lo presentan, o no?, se preguntan, desconcertados, cuando concluye de la función.

El espectáculo que tuvo un costo de 270 millones de pesos, ideado por el productor francés Martin Arnaud y su compañía Les petits francais, ofrece en cambio una hora y media de imágenes que evocan, desde escenas de las películas Avatar o Harry Potter, hasta algún segmento de los espectáculo del Cirque du Soleil.

A las nueve en punto las luces se apagan en la Plaza de la Constitución. Luego, todo se torna azul y una voz retumba: “Y brotó el planeta…”. Aparecen imágenes de mares y ríos, gaviotas surcando el cielo, nubes esponjadas, acompañadas por una música similar a la de los espots de Televisa dedicados a los estados (Estrellas del bicentenario).

Cinco minutos después se proyecta sobre los edificios el verde follaje de una selva. ¡Órale!, exclaman los asistentes y comienzan a tomar fotos. Se evoca a los dioses: cuatro tigre, cuatro viento, cuatro lluvia y cuatro agua, los creadores del mundo, dicen por los altavoces.

La sombra de un volador de Papantla recorre los cuatro telones en los que se han convertido las fachadas de los edificios que enmarcan el primer cuadro.

De ahí al maíz, se escucha una cita de Octavio Paz. El balcón presidencial se llena de elotes. La voz que retumba pasa lista a los dioses prehispánicos: Huitzilopochtli, Chaac, Tezcatlipoca, Ehécatl, Quetzalcóatl, Mictlantecutli, Coatlicue, Tonatiuh, Meztli y ¡zas!, nacen las pirámides.

Los bailarines convocados por la Escuela de Ballet Folclórico de Amalia Hernández ingresan por las pasarelas colocadas en el centro de la plaza, ataviados con penachos realizan sus coreografías aztecas.

El dios de la dualidad, dice el sonido, brinda la chispa de la vida y brotan flamazos de diversos puntos del escenario.

El Palacio Nacional se derrite, ondula, al tiempo que se habla de Quetzalcóatl, de su sangre fecunda y los macehualtin, los merecidos por la penitencia del dios, explica el narrador del show.

Las bailarinas comienzan con sus acrobacias en tela, otra vez luces azules y violetas que hacen resplandecer el cuerpo de los danzantes. ¡Oh, hasta parece que estamos en Pandora!, dice entusiasmado un niño, en alusión al planeta de la ya mencionada película de James Cameron.

El mar inunda los muros, se ven las sombras de galeones españoles. Llegan los conquistadores. Un trueno ensordecedor, imágenes de rostros fantasmales en las pantallas pequeñas, susurros, luces blancas que apuntan al cielo: ¡Es el trailer de la nueva cinta de Harry Potter!, bromea un grupo de adolescentes.

Habla La Malinche, en español y náhuatl: No vendí a mi raza, fui vendida por mi raza. Ahora marchan por las pasarelas decenas de españoles, con lustrosas armaduras, banderas y caballos. Se habla de la riqueza de un pueblo de energía indomable, esclavizado por la pólvora, la armadura y las cadenas.

En 1521 cae la gran Tenochtitlan, retumba la voz narrativa, pero no fue triunfo, no fue derrota, fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy. La catedral se pinta de colores virreinales: azul y oro. Se ve muy Puma, dirá por ahí algún fanático futbolero.

Los idiomas se mestizan (sic). La mujer juega un papel importante en la enseñanza, añade el narrador y siguen más bailables con penachos que sólo son apreciados bien por quienes están cerca de las pasarelas.

Ahora se habla de la minería, de la extracción de oro y plata, lo cual fue un doloroso síntoma de sometimiento. De ahí un brinco a Sor Juana Inés de la Cruz, quien aparece en las pantallas pequeñas mientras se escuchan los versos: Yo no estimo tesoros ni riquezas,/ y así, siempre me causa más contento/ poner riquezas en mi entendimiento/ que no mi entendimiento en las riquezas.

Unos cuantos gritos de ¡libertad!, un desfile de soldados bicentenarios, con uniformes azules, mientras la Catedral y demás inmuebles se pintan de rosa mexicano, azul cielo, amarillo y verde, y bailan.

En el siguiente cuadro, donde aparecen globeros y muchachos que ofrecen periódicos al grito de ¡extra, extra!, transcurre un siglo, al sucederse velozmente las noticias de las batallas libertarias, pasando por Antonio López de Santa Anna, los Niños Héroes, Ignacio Zaragoza, Benito Juárez, hasta llegar a Porfirio Díaz.

Un ferrocarril da la vuelta por la Catedral, el Palacio Nacio- nal, la sede del gobierno del Distrio Federal y los hoteles en el lado poniente de la plaza de la Constitución. Aparece una enorme palabra: Progreso, letras blancas, en fondo rojo. Se menciona a Sebastián Lerdo de Tejada, quien profetizó la más grande de las revoluciones sociales.

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Las fachadas de los edificios que rodean el Zócalo capitalino sirven de telón a imágenes que evocan pasajes históricos de México, con luces de colores que pintan a la Catedral al estilo a gogóFoto Roberto García Ortiz

En las pantallas pequeñas aparecen fragmentos de películas del archivo Casasola que plasman el levantamiento armado de 1910. De manera fugaz se observa un grabado con el rostro de Emiliano Zapata. De Francisco Villa ni sus luces. En el Palacio Nacional desfilan las frases tierra y libertad, sufragio efectivo, no reelección. Suena un corrido a Madero, las coreografías ahora las realizan adelitas y huarachudos con sombrero, los clichés de la Revolución que, por fin, provocan algunos aplausos entre el público.

Nuestro compromiso es sublimar la realidad, explica el productor Arnaud en su página web, lo cual se confirma en la parte final de Yo México, con la proyección de algunas escenas fílmicas de la época de oro del cine nacional, principalmente de Pedro Armendáriz y Dolores del Río, quien dice: Necesito un hombre que sólo con mirarme me domine.

Cortos de puñetazos, cantinas, charros cantores y Ninón Sevilla en el cabaret dan paso a bailarinas patrias a gogó, chicas con vestidos de minifalda en colores verde, blanco y rojo, mientras la Catedral se llena de bolitas moradas. La algarabía no cesa ni cuando se proyectan imágenes de la matanza de Tlatelolco.

Pero luego, el balde de agua fría. Las luces sobre los edificios simulan derrumbes, el sonido es estruendoso. El sismo del 85, susurran sin querer recordar algunas personas. En este segmento, hasta quienes habían estado más animados enmudecen. Se escucha por los altavoces una voz que afirma que luego de los terremotos dimos con la clave del bienestar: la visión de conjunto de la ciudadanía.

Pero la diversión continúa con las bailarinas-enfermeras que intentan ponerle sabor al amargo recuerdo. Danzan al ritmo de un rap que habla de solidaridad, de trabajar en equipo, mientras corre entre ellas un bailarín con cabeza de venado (el mismo de las danzas rituales yaquis).

A través de las pantallas se invita al público a cantar Yo no fui, con Pedro Infante, también a ritmo de rap. Son los jóvenes y los niños los que participan más. El Zócalo es ahora una discoteca gigante, con un sonido espectacular, luces de colores por todos lados.

Es ese conjunto de elementos en bruto, transformados para un público en un contexto dado, ya se trate de un producto o de una herencia cultural, como explica Arnaud que hace su trabajo (ver el sitio de internet: www.lespetitsfrancais.fr).

La fachada de Palacio Nacional se llena de coquetos esqueletos bailarines que juegan con sus cráneos y luego se escucha una voz femenina que, casi como regaño, le dice al público: Aquí estamos tú y yo haciendo acto de presencia física y moral. Tenemos que estar todos, ¿oyeron bien? Todos. Hay que trabajar en equipo, por un México joven, audaz, alegre, creativo y emprendedor. No hay más héroe que tú.

De pronto, el tono de la voz cambia, al decir: Exige educación, defiende tus derechos sindicales, no hay otra fórmula para nuestra paz y progreso.

¿Es la voz de Elba Esther Godillo?, la duda queda en el aire, mientras comienza el Son de la Negra y los últimos juegos pirotécnicos dan por concluido el espectáculo.

“La fiesta forma parte de nuestro ethos barroco, como diría Bolívar Echeverría, y por lo tanto siempre será subvertida. También por ello, el gobierno tiene obligación de festejar los dos centenarios aunque bien sepa que siempre se le saldrán de las manos las celebraciones”, opina el dramaturgo José Ramón Enríquez.

Y añade: “Pero una cosa es la fiesta y otra el derroche que esconde, muy probablemente, grandes cantidades de corruptelas. Desde luego para toda la clase política es más cómoda la Guerra de Independencia y, por lo tanto, de más inofensiva conmemoración. La Revolución fue una guerra civil en la que el pueblo llano fue victimado. Oí a un priísta decir que los panistas habían sido los derrotados y por eso la celebraban poco. Es falso. Toda la clase política actual es de una u otra forma heredera de los vencedores, y el indígena, el campesino, el que debe emigrar indocumentado a trabajar como esclavo en el país del norte, fue el vencido.

Quienes están o han estado en cualquier nivel de gobierno y están encargados de celebrar el 20 de noviembre han sido en mayor o menor medida los victimarios. Es incómodo, desde luego, celebrar mordiéndose la lengua y un desfile de fuerza les queda bien a todos como memoria no de una Revolución, sino de la fuerza usada por quienes la impidieron.

En opinión de la creadora escénica Lourdes Pérez Gay, el desfile del bicentenario de la Independencia del 15 de septiembre no fue precisamente un dechado de virtudes: “me dio la impresión de que todo se ajustaba al estilo de la televisión.

“En todo caso, fue un gran despliegue visual carente de contenidos. Al margen del reconocimiento que merecen los directores de las diversas secciones del desfile, este me resultó, en general, lejano al arte y la coherencia. Muchos colores y pocas ideas.

“El centenario de la Revolución también me pareció profuso en luces y coreografías, pero magro en significación. Aquí me resulta más explicable la ausencia de lo sustancioso, por la disimilitud de principios entre el partido gobernante y los de Madero, Flores Magón, Zapata, Villa o los hermanos Serdán.