20 de noviembre de 2010     Número 38

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Venustiano Carranza

La Magdalena Mixiuhca:
pueblo antiguo que se resiste a desaparecer

Marina Anguiano

La Magdalena Mixiuhca, antiguo pueblo nahua de la Ciudad de México, mantiene su identidad como comunidad, a pesar de haber sido mermado su territorio y haber dejado de ser agricultor debido al acelerado crecimiento urbano.

En la actualidad la Magdalena Mixiuhca – concebida como una colonia más de la delegación Venustiano Carranza-- es conocida internacionalmente por las carreras de autos en el autódromo Hermanos Rodríguez. Pocos saben que esta pista está enclavada en lo que antes era el ejido y las chinampas del pueblo de Mixiuhcan, en la zona lacustre de la cuenca de México.

La información histórica de este poblado nos remite a la peregrinación azteca, iniciada en el año 1111 según algunos investigadores. Se dice que ésta partió de un lugar llamado Aztlán o Aztátlan, en el norte de México, cuyo significado es “lugar de garzas”, de ahí su nombre de aztateca o azteca, aunque ellos preferían denominarse mexica. Según los informantes de Sahún, eran pescadores y cazadores.

El primer punto de la cuenca lacustre de México que tocaron los mexica fue Chapultepec. En su peregrinar se establecieron de manera temporal en Mexicaltzingo, de donde fueron expulsados, para llegar posteriormente a Iztacalco, “en la casa de la sal”.

De ahí pasaron a un sitio de tules y carrizales, donde dio a luz la hermana de Huitzilíhuitl, llamada, según el cronista Alvarado Tezozomoc, Quetzalmoyahuatzin. Al recién nacido se le dio el nombre de Contzállan (conocido también como Conzallan o Cohuatlicue). Este personaje debe ser considerado como el primer ascendiente conocido de los pobladores de la Magdalena Mixiuhca.

Desde aquel entonces se le denominó al lugar Mixiuhcan, que significa “lugar del parto”. Esta palabra náhuatl proviene de mixihui =parir o dar a luz, y can= lugar.

La leyenda dice que su dios Huitzilopochtli los mandó al islote donde debían permanecer y fundar Mexíco-Tenochtítlan, lo cual sucedió, según algunas fuentes, en 1325, y según otras, en 1345.

Una vez que los mexica construyeron su primer templo, dedicado a Huitzilopochtli, se dedicaron a obtener del mismo lago el terreno necesario para su establecimiento. Comenzaron a construir chinampas que en un principio no tenían como fin ser cultivadas. Se extendieron de tal forma que los pequeños islotes que había alrededor fueron quedando incorporados a la isla mayor.

Esta región lacustre ofrecía grandes posibilidades para la pesca y la caza de aves. En las chinampas o camellones cultivaban maíz; frijol; calabaza; diversas flores, entre ellas cempoalxóchitl, y muchos árboles.

El transporte se hacía por canoas fundamentalmente. Esto implicaba la existencia de embarcaderos y de albergues, que en los alrededores de la Mixiuhcan subsistieron hasta mediados del siglo XX.

Según los documentos del siglo XVI, en tiempos de Moctezuma II, la pequeña isla de Mixiuhcan era frecuentada por la nobleza mexica como un lugar de recreo en sus paseos campestres.

En la Colonia, en 1542 el primer virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza, amparó al pueblo para que no fuese despojado de sus tierras, las cuales se localizaban entre pantanos, en los que abundaba sólo zacate, y estaban delimitadas por cipreses, sauces, y huexotes. Sus habitantes eran pobres y se dedicaban a la explotación del zacate, a la pesca y a la caza, sobre todo de patos.

Concluida la Colonia, la parte sureste de la cuenca de México, donde se localiza Mixiuhcan, siguió teniendo mucha importancia, debido a que venían a su embarcadero numerosas canoas, que transportaban legumbres y flores desde Xochimilco, Tláhuac, Milpa Alta, Texcoco, e incluso de Chalco.

A raíz de la Ley de Desamortización de Bienes Civiles y Religiosos, de 1856, el régimen de propiedad comunal desapareció para dar lugar a la propiedad privada. Los habitantes de la Magdalena Mixiuhcan perdieron gran parte de sus tierras.

Después de la Revolución, los habitantes de este poblado solicitaron la restitución de sus tierras, pero no fue sino hasta 1921 que el presidente Álvaro Obregón dotó al pueblo de la Magdalena con una superficie que fue base para su ejido.

Seguros de su propiedad, los campesinos construyeron nuevas chinampas para cultivar hortalizas en los lotes que tenían sembrados alfalfares descuidados.

Hasta los primeros años de la década de los 50s, los ejidatarios de la Mixiuhcan y su efectivo sistema de sembradíos sobre chinampas, en medio de canales, producían gran variedad de flores, legumbres como betabel, rábano, espinaca, zanahoria, ejote, verdolaga, poro y alcachofa. Desde luego, también contaban con sus milpas de maíz, frijol y calabaza. El rendimiento de un metro cuadrado en la chinampa era grande, ya que se sembraban a la vez cuatro diferentes cultivos que tenían un ciclo reproductivo distinto.

Los canales fueron desapareciendo como vías de comunicación para dar paso al sistema de desagüe, requerido por el crecimiento de la ciudad. El canal de la Viga fue desecado.

La situación actual del poblado de la Magdalena Mixiuhca es producto de dos decretos presidenciales expedidos por Adolfo Ruiz Cortines. El primero creó la zona urbana ejidal. El 5 de diciembre de 1956 se expidió el segundo, que expropió al ejido 235 hectáreas, exceptuando la zona urbana ejidal. En estos terrenos se construyó la ciudad deportiva, un autódromo, un velódromo, el Palacio de los Deportes y habitaciones populares. Se transformó radicalmente esta zona, que de rural pasó a ser urbana. Así se modificó la estructura socio-económica del pueblo, uno de los más prósperos poblados chinamperos de la cuenca de México.

La lucha incansable que ha sostenido este poblado por mantener sus tierras ha traído una gran cohesión y solidaridad de grupo, ya que ellos, a pesar de las designaciones oficiales que les dan la categoría de colonia, se consideran todavía un pueblo. Esta solidaridad se ve reforzada por la religiosidad popular, la cual se manifiesta, sobre todo, en las fiestas tradicionales y sus complicados rituales. Éstas han sufrido modificaciones como el resto de su cultura, incluso algunas ya han desaparecido y otras han surgido de manera reciente.

Desde hace dos generaciones los habitantes de la Mixiuhca dejaron de hablar el náhuatl y ya no se consideran parte de la etnia nahua. Sin embargo, a partir de los rituales fortalecen su identidad pueblerina.

Durante la Colonia tuvo lugar una reinterpretación simbólica y la configuración de nuevas tradiciones populares, a la vez de que se conservaron elementos antiguos que se articularon con la nueva religión traída por los españoles. Este fenómeno se puede apreciar en la Magdalena Mixiuhca, a pesar de haber perdido sus tierras de cultivo en los años 50s y haber dejado de ser agricultor.

Una de las fiestas más importantes del año de la Magdalena Mixiuhca se celebra el 22 de julio y es dedicada a María Magdalena, patrona del pueblo. Es eminentemente católica, pero tiene reminiscencias de alguna festividad agrícola que se celebraba en la época prehispánica con el fin de obtener buenas cosechas. Se dice que este día debe llover mucho y para este efecto, hasta hace unos años, se sacaba en procesión a la imagen de la Magdalena, recorriendo con ella todo el pueblo.

Otra festividad destacada es la ofrenda de maíz. Se llama la Fiesta de la Flor y consiste en una peregrinación a la Villa de Guadalupe, la cual en el pasado marcaba el fin del ciclo de festividades agrícolas.

El pueblo ya no es agricultor pero sigue realizando esta peregrinación el último domingo de noviembre. Es la única fiesta que todavía cuenta con mayordomía. Se lleva como ofrenda una artesanía ritual que simbolizaba el fruto del trabajo campesino en los plantíos de maíz y otros cultivos y, con ello, el agradecimiento por las buenas cosechas obtenidas.

Según los habitantes de la Mixiuhca, acuden al Tepeyac “para demostrar su fervor cristiano y la devoción natural a la Virgen de Guadalupe, por los favores y bendiciones recibidos durante el año”.

La ofrenda recibe el nombre de “resplandor” o “flor de xochicahuastle” (girasol) y está formada por un centro o disco metálico que en el frente lleva la imagen de la Guadalupana y al reverso un cáliz eucarístico. En el disco están clavadas 60 varas pintadas de color verde, a las cuales se pegan pequeñas hojas de maíz de colores verde, rojo y morado. Adornan cada vara cuatro círculos concéntricos, elaborados a base de palomitas de maíz, ensartadas en alambre y están rematadas por una banderita de papel picado. “Cada vara simboliza una planta de maíz: las dos hojitas verdes representan las primeras hojas que le salen a la planta, a los ocho días de sembrada; la caña va creciendo y alrededor del mes de julio le brotan hojas moradas, tiempo en que el maíz está jiloteando; llega el invierno y le salen hojas rojas, porque el hielo las quema. La bandera es la espiga de la caña y las palomitas son los granos de la mazorca”.

A pesar de los embates de la modernidad, el pueblo de la Magdalena Mixiuhca sigue reproduciéndose culturalmente y conserva sus tradiciones en un afán de subsistir como comunidad ante el individualismo que priva en la gran metrópoli. La vida ceremonial y festiva juega un papel preponderante en la cohesión de sus habitantes y fortalece su identidad pueblerina.

La narrativa oral presenta gran vigor. Todo mundo recuerda con nitidez los años prósperos de su economía y narra con cariño y nostalgia la vida campesina que ya se ha ido. Los ancianos describen algunos pasajes de la lucha por la tierra, desde tiempos de la Colonia. Circulan leyendas sobre La Malinche; la hija de Moctezuma y Cortés, al cual se le solicitó una imagen de la Virgen y él les donó la escultura de María Magdalena, su actual patrona.

DEAS-INAH
[email protected]

Este artículo parte de la ponencia del mismo nombre, presentada por la autora en el Primer Coloquio Historia y Cultura de los Pueblos Originarios de la Ciudad de México, en el Museo de Antropología e Historia, septiembre de 2010.



FOTO: Iván Gomezcésar Hernández

Iztapalapa

La tercera resurrección
de Santa María Aztahuacán

Iván Gomezcésar Hernández

El oriente de la delegación Iztapalapa, en el Distrito Federal, es una de las zonas de la ciudad en que se expresan más fuertemente los problemas urbanos: alta densidad poblacional producto de migración, predominancia de los jóvenes, ingresos bajos, analfabetismo, desempleo y, no es de extrañar, delincuencia y otros fenómenos ligados a la pobreza y marginación. En medio de este difícil entorno subsisten cuatro pueblos originarios: Santa Cruz Meyehualco, Santa Martha Acatitla, Tecoloxtitlán, Acalhuatepec y el pueblo que nos ocupa: Santa María Aztahuacán. No es la primera vez que estos pueblos logran sobrevivir a grandes cambios y eclosiones.

El primer gran cambio fue sin duda la Conquista. Es conocido el hecho de que la población quedó muy reducida, merced las nuevas condiciones y en especial al efecto del “envenenamiento del aire” que trajeron las nuevas enfermedades. Pero Aztahuacán era un pueblo muy organizado y no sólo se repuso; mantuvo su condición de cabeza de la región y aportó elementos valiosos: la agricultura chinampera en la parte salada del lago de Texcoco, la pesca de aves y la caza de peces, como muestran los antiguos códices y mapas; el tequesquite, el tezontle y otras piedras para la construcción; y sobre todo la mano de obra que demandó la nueva capital colonial.

Por eso cuando el país se independizó Santa María pudo mantenerse como pueblo con cierta autonomía y capacidad de nombrar a sus representantes. Pero en las últimas décadas del siglo XIX, con el triunfo de los hacendados, los enemigos de los pueblos libres se enseñorearon en la región. Todo el oriente de Iztapalapa quedó bajo la férula de la hacienda del Peñón, propiedad del compadre de Porfirio Díaz, Justo Ceja, quien se apropió de tierras y lagunas y estableció un sistema servil. Los campesinos perdieron en buena medida su tierra agrícola y la de uso comunal y con ella su autonomía. El censo de 1910 señala que 80 por ciento de los campesinos de Santa María fueron considerados peones. Los relatos hablan de tiendas de raya y de la existencia de férreos cacicazgos.

Eso explica por qué el zapatismo fue a anidar con fuerza en la zona. Actualmente en la plaza central del pueblo hay una placa que recuerda 200 nombres de zapatistas de Santa María, comandados por el general Herminio Chavarría. Su temprana muerte truncó su rápida y prometedora carrera. En 1915 sus restos fueron enterrados, como en el caso de otros jefes zapatistas, en el atrio de la iglesia, pero fueron profanados por gente ligada al antiguo cacique.

En los siguientes años llegó de nuevo la muerte y la desolación. A la violencia de las armas se sumó la fatalidad: la influenza española y el paludismo se cebaron en una población empobrecida. En Aztahuacán, la población de 1950 sumó un número similar a la de 1910, o sea que tardó 40 años en recuperarse.

Con todo, la lucha campesina y la fuerte presencia zapatista en la zona, es lo que explica por qué el nuevo gobierno emergido de la Revolución echó mano del reparto agrario para “pacificar” a los campesinos y generar condiciones de control social. El más temprano de los repartos –en este caso restitución– fue en el pueblo de Iztapalapa, a fines de 1916, aun antes de que se firmara la nueva constitución. Entre 1922 y 1924 se dotó a los pueblos iztapalapenses de Tezonco, Culhuacán y Mexicaltzingo y entre 1924 y 1930 le tocó el turno a Santa María y al resto de los pueblos del oriente de Iztapalapa, con excepción de Santa Cruz Meyehualco, cuyas tierras eran comunales.

Esta es la segunda resurrección. Las familias de Santa María regresaron, muchas rehicieron sus antiguas chinampas y todavía tuvieron el empeño, con los recursos comunales que les dejaban las “armadas” (caza de patos con escopetas en fila), para construir el reloj monumental que sigue siendo el símbolo del pueblo. De su lucha organizada surgieron caminos, escuelas y el mercado. Pero la situación cambió muy pronto. A partir de los años 40s, las invasiones de terrenos se sucedieron, y en la siguiente década comenzaron las expropiaciones de tierras a los ejidatarios. Ese panorama aciago, aunado a un aumento en la salinización de las tierras, obligó a la gente de Santa María a venderlas, y se convirtieron en nuevas colonias, en una zona semi-industrial y también en desdoblamientos del propio pueblo.

Su sistema de vida cambió por completo y ahora las chinampas, los cultivos de la zona alta, los patos y el ganado sólo quedaron en el recuerdo. Pero Santa María ha logrado adaptarse de nueva cuenta. En medio del barullo urbano extremo, continúan teniendo idea de territorio. A expropiaciones y ventas subsistieron dos lugares que, independientemente de su situación jurídica, funcionan como espacios comunitarios: el panteón y el área conocida como “los Teatinos”. Este último es el terreno de una antigua mina, en la que los lugareños relatan un pasado de centro ceremonial prehispánico y luego espacio religioso durante la Colonia. Allí tienen lugar importantes celebraciones del pueblo, y a pesar de que ahora está rodeado de colonias populares distante del núcleo central del pueblo, mantienen el control real y sirve de negociación con esos nuevos pobladores.

Aztahuacán se mantiene porque conserva una estructura de familias troncales, que poseen una idea de territorio sustentado en la memoria, pero también en sus antiguas y nuevos lugares de residencia. Las familias refrendan su pertenencia e identidad en la vida ceremonial, y el paso de campesinos a pobladores urbanos, lejos de debilitarla, la ha ampliado y complejizado.

Los viejos de Aztahuacán mantienen una gran nostalgia por el hermoso paisaje lacustre y agrícola que ya no existe. Muchos de los jóvenes tal vez no compartan ese sentimiento de sus mayores, pero juntos participan de la asombrosa celebración del Día de Muertos, en la que se distingue la ofrenda colectiva para todos los olvidados en el atrio de la iglesia antigua; ambos, jóvenes y viejos, se encuentran en el trabajo de las mayordomías, que expresa una de las claves de su permanencia: las fiestas han sido capaces de atraer a todas las generaciones y también a muchos de los nuevos pobladores.

La estrategia de Santa María responde claramente a una existencia urbana. Así, pese a que en su vestimenta y costumbres se trasluce su espíritu campesino, son personas completamente integradas a la ciudad: desde sus negocios y estudios, como en sus capacidades de actuar.

Coordinador de Enlace Comunitario de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) / [email protected]

Tlalpan

Identidad y crecimiento urbano
en los pueblos del Ajusco

Atenea Domínguez Cuevas

Los poblados rurales localizados al sur de la delegación Tlalpan, como otros tantos del Distrito Federal, han sufrido cambios drásticos en los 30 años recientes debido a la expansión urbana y los conflictos que ésta ha provocado en torno a la posesión y el control de la tierra, tanto a nivel local como extralocal.

La prioridad al fomento industrial, la política estatal de crecimiento urbano en los años 70s del siglo pasado, el temblor de 1985 y las modificaciones jurídicas hechas a la tenencia de la tierra en 1992, son algunos de los factores que aceleraron la expansión poblacional hacia el sur del Distrito Federal. Todo ello trajo consigo un cambio de percepción en torno a la tierra. Las actividades primarias agrícolas, forestales y de pastoreo decrecieron al tiempo que aumentaron las actividades secundarias y terciarias; en muchos casos la tierra pasó de ser un modo de producción a ser una mercancía.

Los primeros inmigrantes que llegaron a Ajusco fueron miembros de la elite militar y política que construyeron ranchos y/o casas de campo. Posteriormente arribaron personas de escasos recursos proveniente de diversas partes de la República y de la Ciudad de México (muchas de ellas en el esquema de “paracaidismo”, el cual fue replicado después en la zona por partidos políticos con el fin de obtener votos); finalmente, llegó gente de clase media en busca de un lugar tranquilo donde vivir. El paisaje boscoso, que de por sí había sido ya trastocado con la tala inmoderada para surtir de madera y raja a la fábrica de papel Loreto y Peña Pobre, se transformó.

Actualmente la venta de la tierra se ha convertido en uno de los negocios más fructíferos y redituables para la población. Las características boscosas que persisten y las diversas opciones recreativas que ofrece la zona hacen que la tierra se inserte de manera más acelerada en el mercado inmobiliario incrementando su valor. El aumento progresivo de los habitantes que llegan de fuera, los avecindados, provoca una fuerte y constante tensión respecto al acceso a los servicios públicos, la toma de decisiones y el control del territorio. En ocasiones el acceso de los avecindados a algunos servicios públicos, por ejemplo el agua, está condicionado por parte de los nativos u “originarios”, es decir, existen sutiles formas de exclusión hacia los “otros” que varían en forma e intensidad según de quién se trate y de la situación. Lo anterior no impide que se establezcan alianzas, de hecho existen diversos mecanismos por medio de los cuales la gente de fuera va siendo reconocida e incorporada al pueblo.

Si bien existen distintos grupos y por tanto diferencias y conflictos dentro de los poblados, se presentan como una comunidad homogénea ante el exterior, con una fuerte raíz identitaria que los aglutina hoy día en el imaginario social como tepanecas, sobre todo si se trata de disputar y defender los recursos significativos como son la tierra y el agua. Es el caso del conflicto que tuvieron San Miguel y Santo Tomás Ajusco con el poblado de Xalatlaco, perteneciente al Estado de México, que evidenció que en una de las ciudades más grandes del mundo siguen existiendo conflictos agrarios por el reconocimiento de la tierra comunal en pleno siglo XXI.

Las transformaciones en esta zona no sólo afectan a los pobladores de Ajusco, sino a toda la ciudad, puesto que es una de las principales áreas de conservación ecológica, vital para la recarga de los mantos acuíferos y la preservación de flora y fauna. Es claro que las irregularidades en los usos de suelo y la complicidad de las autoridades para solapar o promover invasiones, así como para permitir la venta ilegal en zonas de conservación, inciden en la dinámica económica, sociocultural y política de los pueblos, pero sus consecuencias repercuten también en todos los habitantes de la Ciudad de México.

Antropóloga / [email protected]

Tláhuac

Metro, basurero y reclusorio desplazan al agro

  • Testimonio de compesino-obrero-campesino
  • El cerro Xaltepec será pronto sólo un recuerdo

FOTO: Lourdes E. Rudiño

Lourdes Edith Rudiño

La urbanización en las zonas campesinas de la Ciudad de México avanza sin miramientos y lo que se pierde no es sólo el paisaje rural, las posibilidades de producción de alimentos y el “pulmón” de la metrópoli. Se tira por la borda culturas ricas, historias y tradiciones familiares ligadas a la tierra que vienen de años e incluso siglos, se desechan conocimientos de labranza de la tierra muy particulares y formas de vida y de reproducción social diferentes e incluso insólitas para la dinámica citadina.

El testimonio de don Antonio Cruz Piña, de 65 años, originario de Santiago Zapotitlán, así lo expresa.

Santiago Zapotitlán es uno de los siete pueblos de la delegación Tlá|huac; se ubica al noroeste de la cabecera delegacional, al pie del volcán Xaltepec en la Sierra de Santa Catarina, lugar donde el gobierno del Distrito Federal prevé expropiar 750 hectáreas para instalar un basurero, un reclusorio vertical y una academia de policía, así como un corredor industrial que también abarcará el norte del pueblo de San Francisco Tlaltenco.

Dice don Antonio: “Mi origen es este pueblo. Soy originario por descendencia, tengo mi árbol genealógico desde mis tatarabuelos. Las tierras que poseemos varios familiares y yo, de esa categoría de descendencia, las conservamos todas. A diferencia de otros lugares de México, donde la gente se ha ido a Estados Unidos, aquí en Zapotitlán no tuvimos que hacer eso, tuvimos la fortuna de heredar tierra y también hemos sido obreros, lo que permitió que nuestra comunidad tuviera un buen nivel social y económico.

“Actualmente –en paralelo a la construcción de la línea 12 del Metro, que corre toda la avenida Tláhuac y llegará a la vecindad de la delegación Tláhuac con el pueblo de San Luis Tlaxialtemalco, Xochimilco–, vemos gente que se dedica a bienes raíces que anda queriendo comprar aquí. La tierra se ha sobrevaluado porque las cadenas comerciales y los inversionistas de multifamiliares andan buscando terrenos grandes. A mí cada rato vienen a decirme que venda, tengo un montón de clientes en potencia. Aquí somos tres hermanos. Tenemos cuatro mil 600 metros cuadrados cada quien, y sí tengo contemplado vender una parte por si hay un apuro.

“La herencia de la tierra es para mis hijos, pero ya no para la siembra, sino para que construyan sus casas. A los jóvenes ya no les interesa el campo, están desorientados. El campo se va a acabar aquí, estoy consciente de que soy de los últimos en esto”.

La entrevista con don Antonio se desarrolla en una cancha de fútbol que se adaptó desde hace ya más de diez años en parte de sus tierras, porque desde siempre su familia ha sido aficionada a este deporte –“en 1930 mi papá fue fundador del primer equipo del pueblo”–. Y la renta de la cancha da más ganancia que el agro.

Don Antonio reconstruye con añoranza el paisaje de su niñez. “De todo esto ya no queda ni 10 por ciento de campo. Todo era siembra desde Coapa, desde Culhuacán (se refiere a terrenos que abarcan desde las delegaciones Coyoacán y Tlalpan). Estaban el Rancho del Prieto, el Rancho del Molino. Allá por donde está la Prepa 5 (División del Norte y Avenida Acoxpa) todo era una hacienda, el señor Juan Nájar venía por los peones acá. Yo todavía conocí Culhuacán cuando había milpas.

“Pero muchas cosas vinieron a acabar con el campo. Hace 15 años, lo que es Canal de Chalco, del Periférico hacia Tláhuac se sembraba todo de maíz, pero ya que estaba jiloteando, el gobierno le echaba aguas negras y lo inundaba. Lo hacía a propósito, porque el gobierno ha sido desgraciado, maldito siempre con los campesinos.


FOTO: Lourdes E. Rudiño

Don Antonio –que es muy conocido y respetado en su pueblo porque ha sido mayordomo siete veces– lleva con orgullo el apodo de El Cubano y con orgullo también es coleccionista y conocedor de música de todo tipo, particularmente la cubana por extraña coincidencia. De niño fue agricultor con su padre. Y cuando llegó a los 20 años de edad, igual que los jóvenes de su generación, se movió del campo a ser obrero. Trabajó 18 años en la Cervecería Modelo, “donde llegué a ser maestro de primero de llenadoras y a tener el sueldo máximo y tuve a cargo una sección y gente a mi mando, sin ser jefe de confianza, a pesar de ser una empresa muy difícil de escalar”, y luego seis en Teléfonos de México, para luego, a los 45 años de edad, regresar a su actividad de campesino, en donde continúa felizmente sembrando maíz, calabaza y hoy día cempazúchitl.

“No gano mucho, sólo para sobrevivir, pero siento una satisfacción muy grande cuando llevo mi producto y hay gente que me dice: ‘¡Ay, cabrón!, ¡qué bonitas calabazas, hasta parecen de porcelana!”

Se refiere a la producción que obtiene de esta zona de tierra volcánica, característica que da a los cultivos (al elote, ejote, calabaza) un sabor dulce. “Mi calabaza es orgánica, es semilla criolla, que casi no existe. Es de bolita pero de costilla. Su rendimiento es mínimo pero vale la pena. La gente ve la calidad, tiene un brillo que parece que les untamos manteca. Mi esposa y yo las vendemos en el mercado del pueblo a 20 pesos el kilo. A mí no me importa que la normal valga tres o 15. Y la gente lo paga, porque conocen de calidad, muchos son o fueron campesinos.

Los recuerdos antiguos están presentes. “Cuando éramos niños toda la gente tenía animales, que borreguitos, que un burro... todo el estiércol que salía iba para el cerro y abonábamos; había mucho hongo, el mentado huitlacoche, crecía mucha calabaza, cosechábamos cerros. Con el tiempo, ha influido la contaminación, la falta de criar animales para tener el abono para fertilizar, y la tierra ya no nos da igual, ahora es más difícil sobrevivir el campo.

“Mi papá era yuntero, gañán. Gañán se le decía al que tenía sus yuntas para trabajar ajeno. Adentro del cerro (de Xaltepec) hay un cajete y una planicie como de seis hectáreas e íbamos a sembrar adentro del cerro. Había una vereda lateral y llegábamos y sembrábamos y pizcábamos con animales. Hasta la punta del cerro se sembraba. No quedaba un solo cuadrito vacío. La semilla de maíz del cerro no jalaba en la ciénega y viceversa. ¿Qué era?, quién sabe. Sólo Dios, el tiempo o los estudios lo habrán de descifrar. En el cerro sembrábamos maíz, calabaza, frijol negro boludo, frijol parraleño, frijol moro y el ayocote morado. Si la fecha de siembra se pasaba, después del 15 de mayo, se corría el riesgo que pegara la mentada canícula de agosto”.

El maíz era un asunto aparte. “Durante todo el año había trabajo del maíz, había que sembrar, cultivar, cosechar. Había que hacinar el rastrojo, picarlo para los animales, venía la deshojada del maíz para aprovechar el olote para la leña, la hoja para los tamales, y venía la desgranada. Y luego vender maíz para comer. Era labor de todo un año”.

Ahora el cerro Xaltepec es una vergüenza. Desde 1955 ha estado expuesto a un constante saqueo de arena. Está ya muy adelgazado y en algunos años podrá desaparecer. Allí hay camiones permanentemente que e llevan la arena. “Cualquier cosa que haya en el subsuelo son bienes nacionales y algo está pasando porque se está permitiendo este saqueo. Es un robo federal”.


Indígenas en la metrópoli

Recuento de agravios y discriminación

Gisela Espinosa Damián

En las 16 delegaciones del Distrito Federal (DF) residen poco más de 300 mil pobladores indígenas, cifra ya de suyo importante que se eleva a más de un millón si consideramos la zona metropolitana de la Ciudad de México (ZMCM), incluye las áreas urbanas del DF y del Estado de México e Hidalgo que forman un gran manchón urbano). A pesar de que sólo representa el seis por ciento del total de habitantes de la ZMCM, es la mayor concentración indígena de América Latina.

En el DF predominan triquis, mazahuas, otomís y mixtecos, aunque se sabe que prácticamente todos los grupos étnicos tienen residentes en esta ciudad, convirtiéndola así en el área con mayor diversidad cultural y étnica del país y de América Latina, pero también en un espacio donde se reproducen y en muchos aspectos se acentúan los mecanismos de desigualdad social y discriminación étnica. Es en el oriente, el centro y el norte del DF donde más indígenas hallamos, en las delegaciones Iztapalapa, Gustavo A. Madero y Cuauhtémoc.

Los pueblos originarios del DF son minoría entre los indígenas urbanos, la mayoría está constituida por migrantes temporales, permanentes y flotantes; migrantes de primera, segunda y tercera generación; radicados (migrantes de cuarta generación) que llegan en busca del trabajo y los ingresos que no hallan en sus pueblos rurales de origen. Si bien en México hay más varones que salen de sus lugares de origen en busca de empleo y oportunidades, al DF llegan más mujeres que varones. Por cada cien hombres indígenas hay 123 mujeres.

Al llegar a la ciudad, las redes familiares, de amistad y paisanaje –más consolidadas mientras más amplio y antiguo sea el número de migrantes del lugar de origen–, amortiguan las dificultades para conseguir vivienda, empleo e ingreso; para adentrarse en una cultura y un medio desconocidos; para defender sus derechos humanos e indígenas y para acostumbrarse a una lengua ajena. Las redes sociales son indispensables pero insuficientes para contrarrestar las adversidades y obstáculos que ofrece la urbe a los inmigrantes y pobladores indígenas.

Aun cuando las viviendas de los indígenas urbanos son generalmente precarias, la mayoría dispone de servicios: 93 por ciento cuenta con agua entubada, 97 con servicio sanitario, 99 con energía eléctrica y sólo uno por ciento tiene piso de tierra y usa leña para cocinar. Estos indicadores superan los servicios de la vivienda indígena rural, pero ello no significa que estén en ventaja absoluta, pues el hacinamiento que caracteriza la vida en las viviendas indígenas urbanas (un tercio cuenta con una sola habitación), así como la pérdida de espacios, no sólo los directamente habitables, sino el solar, el fundo común, el paisaje y el horizonte que se disfrutan en las áreas rurales, desaparecen en la urbe y con ello se esfuma cierta calidad de vida. Añádanse a ello experiencias en que los vecinos de las viviendas indígenas ejercen presiones para alejarlos y evitar la convivencia con ellos, lo cual contribuye a formar enclaves étnicos o pluriétnicos en ciertos espacios de la ZMCM.

De los pobladores indígenas del DF que tienen 12 años o más, los unidos en pareja o casados representan el 49 por ciento, mientras el 44 por ciento reporta la soltería como su estado civil y el siete restante ha enviudadao o se ha separado. En el DF el índice de fecundidad de las indígenas es de 2.7 hijos por mujer, el más bajo del país para este grupo de población.

El monolingüismo es más común en las mujeres, pues con un índice de 16 por ciento prácticamente duplican el nueve por ciento de varones en esa condición. Según algunas estimaciones, la tasa de analfabetismo entre la población indígena urbana es cuatro veces más alta que en la no indígena de la ciudad; también se reporta que la presión por hallar empleo y tener ingresos obliga a que los y las indígenas en edad escolar abandonen la escuela mucho antes que sus contrapartes no indígenas, lo cual refuerza la tendencia a que ocupen trabajos mal remunerados. Estas apreciaciones difieren de algunas fuentes: según el Consejo Nacional de Población (Conapo) y el Instituto Nacional Indigenista (INI), en sus Indicadores socioeconómicos de los pueblos indígenas 2002, en el DF, 92 por ciento de la población indígena menor de 15 años y mayor de seis asiste a la escuela; y sólo 11 por ciento de los mayores de 15 años es analfabeta.

Pese a las discrepancias, parece haber consenso en que la población indígena de la ZMCM sufre grandes desventajas y rezagos educativos. En este marco adverso destaca una minoría de jóvenes indígenas que ha logrado y está logrando cursar carreras universitarias y posgrados –en muchos casos a contrapelo y con grandes sacrificios personales y familiares–. Su insignificancia estadística contrasta con el importante papel que algunos de ellos están jugando en los movimientos étnicos y culturales y en funciones y cargos públicos. Gran parte de esta nueva intelectualidad indígena comprometida con sus pueblos proviene de universidades públicas de la ZMCM.

El 85 por ciento de los indígenas urbanos tiene entre 15 y 64 años de edad (32 por ciento de 15 a 19 años y 53 por ciento de 30 a 64 años), es decir, la mayoría está en edad productiva. La población indígena económicamente activa (PEA) asalariada abarca al 77 por ciento de los mayores de 12 años; 21 por ciento más trabaja por su cuenta. Prácticamente todas y todos los indígenas urbanos trabajan, incluidos muchos de los que no se registran por tener menos de 12 años, pues es archisabido que las y los niños indígenas aprenden a vender o a mendigar en las calles desde muy temprana edad. En el sector primario apenas trabaja el 1.4 por ciento del total de esa PEA, lo cual significa una pérdida paulatina de sus saberes agrícolas; en el sector secundario (industria) labora el 23 por ciento y en el terciario (comercio y servicios) el 76 por ciento restante. La albañilería, el trabajo doméstico y el comercio ambulante son sus tres actividades más importantes, en ellas se emplea 95 por ciento de la población indígena que trabaja en el DF. Pese al alto porcentaje de asalariados indígenas, sólo el 3.8 por ciento tiene acceso a servicios de salud, lo cual expresa las pésimas condiciones laborales que privan en sus tres actividades más relevantes, donde la flexibilidad, la informalidad y la precarización campean desde siempre.

Las cifras sobre las condiciones de vida de la población indígena en el DF y en la ZMCM son apenas una pálida aproximación a la complejidad y los enormes rezagos, discriminación y agravios que sufre en su vida cotidiana este grupo poblacional. Si la mayoría ha migrado en busca de mejores condiciones y perspectivas de vida, lo que encuentra es quizá la la subsistencia mínima, pero con altos costos personales en su salud física, en su bienestar social y en su dignidad como personas y como cudadanos. Las respuestas sociales a las necesidades y problemas de este grupo son una asignatura pendiente, pero las acciones y propuestas de los propios indígenas urbanos también están pautando cambios relevantes.

Académica de la UAM-X [email protected]