chenta o noventa años atrás, México era esencialmente una nación de analfabetas: más de tres cuartas partes de los adultos no sabían leer, sólo una minoría insignificante tenía un título profesional y quienes aspiraban a lograr una carrera universitaria debían encontrar la forma de viajar a la ciudad de México para ingresar a la Universidad Nacional, casi la única institución existente de educación superior. Quien no sabe leer debe aprender, y quien lo sabe tiene el deber de enseñar
, era el lema del gobierno en esos tiempos.
Luego de varios sexenios, en los que México era visto por intelectuales y artistas de otras naciones como el país del futuro
, por sus esfuerzos en el ámbito educativo, la nación se acercaba ya a una de las metas señaladas por la Constitución: proporcionar enseñanza primaria, gratuita y laica a todos los niños en edad de estudiar, lo cual estaba generando un nuevo desafío para la educación, pues quienes terminaban la primaria demandaban acceso a secundaria, sin que hubiese suficientes escuelas, especialmente en las poblaciones pequeñas, donde era difícil pensar en maestros diferentes para impartir cada asignatura.
Este fue uno de los grandes retos para el gobierno durante la década de los 70. Las acciones realizadas fueron múltiples e innovadoras, y no todas exitosas; los resultados pudieron verse luego de años de esfuerzos e inversiones. Uno, desde luego importante, fue el establecimiento de buen número de universidades e institutos tecnológicos en todo el país, con capacidad para recibir a los estudiantes que egresaban en números cada vez mayores de las secundarias y los bachilleratos de reciente creación.
El desarrollo de las telesecundarias –para atender a la población del medio rural– planteaba la preparación de los estudiantes con la atención de un solo maestro facilitador para todas las materias, con clases específicas impartidas centralmente y transmitidas por televisión. La idea representaba una solución práctica e importante, pero su aplicación tuvo serios problemas de calidad, causada por las restricciones presupuestales surgidas luego de la caída de los precios del petróleo, que llevó al gobierno de López Portillo al grave problema de endeudamiento, del cual no hemos logrado salir hasta ahora.
A partir de ese entonces (1980) y no obstante los discursos oficiales y las promesas de cada nuevo gobernante, la línea de acción de los gobiernos se redujo a pensar cómo atender a más niños con menos recursos. Las cuentas alegres se convirtieron en rutina; según los gobernantes, los recursos dedicados a la educación eran cada vez mayores y el número de estudiantes atendidos crecía en forma maravillosa, sin considerar que, a cambio de ello, la calidad de la enseñanza estaba disminuyendo; el discurso oficial nos daba cuenta de cómo se elevaba la matrícula escolar, mientras los aspectos de innovación y calidad eran pasados por alto.
Un problema totalmente predecible a principios de la década de 1990 era el incremento de la cantidad de niños que cursaban secundaria y la terminaban, lo cual representaría una demanda creciente que podría hacer crisis en un futuro cercano si no se hacía algo al respecto. La respuesta gubernamental fue reducida y tardía, en la medida que los presupuestos de educación continuaron como hasta hoy, siendo precarios.
De esta manera, la demanda para el bachillerato comenzó a incrementarse en forma desmesurada, conformando un reto nuevo y más difícil que los anteriores, en virtud de que la educación media superior no es señalada como responsabilidad básica del gobierno, por lo cual ha sido necesario un largo proceso de asimilación de esta obligación por los altos funcionarios, proceso que, ciertamente, aún no termina y se ve reflejado en las diferencias de recursos con que cuentan los diversas sistemas de educación media superior para atender a sus estudiantes, así como en los niveles de conocimientos y competencias de éstos.
La contratación de personal con conocimientos y competencias adecuados para dar clases de bachillerato y con la disposición para avecinarse en ciudades pequeñas y poblados rurales en todo el país ha representado un paso importante, no sólo para la educación media superior, sino para detonar el desarrollo económico en regiones tradicionalmente pobres y atrasadas. La creación del Colegio de Bachilleres, el Conalep y el telebachillerato –que hoy opera en varios estados de la República con problemas similares a los de las telesecundarias– han constituido esfuerzos importantes, pero insuficientes aún para hacer frente a las necesidades actuales, lo cual se ha reflejado en la conformación del problema de los ninis, como fue señalado recientemente por el doctor Narro.
Con la entrada de nuestro país a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, las autoridades educativas se han visto sometidas a la necesidad de aplicar instrumentos de evaluación, como la prueba internacional Pisa y las pruebas Enlace, creadas por especialistas de nuestro país, las cuales se han convertido en señalamientos importantes del estado real de la educación nacional. La respuesta del actual secretario de Educación, no sé si por demagogia, mala fe o, simplemente, por ignorancia, ha sido la de presentar los resultados de manera confusa y minimizar la importancia de esas pruebas y de sus resultados, pero lo que éstos indican simple y llanamente es lo siguiente: 1) Los niveles de conocimientos y competencias de nuestros estudiantes nos ubican en los últimos lugares, entre los países de la OCDE, mostrándonos como un país cuya única posibilidad real es la de vender mano de obra barata
, y 2) Los niveles de competencias básicas de los alumnos de secundaria y bachillerato en matemáticas (solución de problemas y pensamiento lógico) y español (comprensión de textos y capacidad de comunicación) no alcanzan en su inmensa mayoría niveles equivalentes a la aprobación (Enlace 2010).